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Un hermano secuestrado

No es fácil ser hermano de un secuestrado. Tener un hermano en estas condiciones no es como tener un padre moribundo o participar de la gloriosa memoria de un antepasado. Sé lo que es perder a un padre y también conozco la desaparición de los amigos: se trata de pruebas que la vida se encarga de proporcionar y para las que, al menos, uno está preparado teóricamente.Si trato de comparar, la desazón que yo ahora siento sólo podría identificarse con la congoja del padre de un niño muerto a los pocos años. Sin embargo, mi desazón no es perfecta en su totalidad y, para cúmulo de aberraciones, recibe los ingredientes de la que asiste al padre moribundo o se recrea en el orgullo por el antepasado famoso. Y ello es así porque ser hermano de un secuestrado supone anticipar situaciones e interpolar sentimientos: como si mi hermano estuviese ya muerto, como si ya hubiese sido capturado por la Historia.

Esta situación no es sólo mía: tampoco la he creado yo sólo. Ser hermano de un secuestrado es, pues, el conjunto de todas las imperfecciones posibles. Es decir, las anticipaciones y las interpolaciones constituyen un generoso caudal dispuesto a ser vertido por cualquier persona que aparezca por la casa de mi hermano o por la de mi madre. Estas buenas gentes fácilmente cometen la grave atrocidad de dar el pésame o de exaltar su memoria. También ellos saben que no es fácil comportarse con la familia del secuestrado. Cuando Javier aparezca difícilmente sabrán cómo explicarse ante él, porque en cierta manera glorificaron una memoria que no era tal, y el muerto que ellos mataron goza de buena salud.

Siendo hermano de un secuestrado puedo confirmar la idea de que es la muerte la suprema solución, pero que es preciso luchar siempre contra ella. Esto no puede saberlo el que asiste, resignado, al plazo fatal señalado en la agonía del ser querido, o el que retroactiviza la calidad de una vida que fue irremisiblemente sellada. El que anticipa o interpola ante la suerte de mi hermano no sólo se arrellana con cobarde tranquilidad en este presente donde aparentemente nada sucede y las cosas más terribles acaban por ser olvidadas. El que se apresura dándome el pésame o glorificando su memoria realiza una absurda huida hacia el mito y la amnesia y busca con avidez el aire de una escotilla que sólo se abre a la atmósfera viciada de los remedios caseros, las pantuflas y los pequeños asesinatos.

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Finalmente, también están los analistas. Estos pueden ser los más finos, también los más salvajes. Guardan con corrección su pésame y se recatan en glorificar a Javier: están llenos de buenas razones y pueden ser capaces de magnificar intransigencias y extremar la descripción de sutiles implicaciones jurídicas y políticas. No me interesan tampoco: sus sentimientos son igualmente brutales, por mucho que se hallen flanqueados entre corbatas bien elegidas y una tasa de inflación y de violencia que a nada ni nadie perdona.

Todos ellos -los que ya dan el pésame, los que ya rememoran emocionados y los que derrochan brillantez en los análisis- se han acomdado en el presente de modo suicida y de nuevo se han colocado la ropa cómoda para estar por casa, como si hubiese un pasado reciente que pudiera asegurar que sólo se trata de un sobresalto más, y no de una inestabilidad claramente tendencial: como si algo pudiese darles la certeza -como no se la dio a tantos otros- de no ser algún día ellos las víctimas o los hermanos de.

Así me ocurre que ser hermano de un secuestrado supone soportar una buena colección de indelicadezas, cuando no de brutalidades. O vivir un funeral anticipado, como el emperador en Yuste, pero sin ningún gusto ni voluntad. No me agrada tal experiencia, pero comprendo que todo aquel que es ajeno a ella, por ahora, busque su acomodo. No intento dar una explicación política o social de lo que ha ocurrido y de lo que me ocurre, tan sólo una explicación psicológica, incluso mundana.

Temo por ello que tanto pésame anticipado y las numerosas glorificaciones prematuras sólo sirvan para apuntalar cobardes renuncias e inauditas comodidades ante lo que, en definitiva, sólo exige una respuesta plural y audaz, humanitaria y política, ante la muerte y su dialéctica. Es la muerte y sus mil manos en España lo que hay que combatir en lugar de apresurarse a las cabeceras de los moribundos o en los ditirambos de las hagiografías.

De nada sirve actuar así. No es lo correcto, tampoco lo político. La tranquilidad será siempre pírrica, como la del niño que no queriendo ver algo desagradable comienza él por cerrar los ojos. No puede haber congoja perfecta ni total para mí ni para los míos: ni siquiera aquélla del que perdió a su hijo en corta edad. No es fácil, digo, ser hermano de secuestrado, pero tampoco estoy dispuesto a dar facilidades a los que ya se han apresurado a asimilar un drama que no es el suyo y que, finalmente, sólo quieren que concluya pronto, aunque el Final sea malo. Para mí, y debería serlo para ellos también, esta experiencia tan poco convencional es la de los versos de Emilio Prados: «Sólo veo tras esta paz la guerra que me persigue.»

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