Reflexiones de un discípulo
En estos días, todo el mundo conoce, para olvidarlo muy pronto, tal vez por difícil, tal vez porque nunca hizo un gol en el campo de fútbol, a Alepoudiolis, Elytis.Conocen el nombre y basta. Nunca lo leyeron ni lo leerán. Cuando esto se publique será universal el olvido del nombre extraño: Odisseus Elytis o Alepoudelis. Está bien, esto le pasa por escribir poemas en lugar de hacer el Travolta o redactar crónicas deportivas. También es castigado con 200.000 dólares por su tarea o por su entretenimiento o ese agarrarse con tozudez a la única tabla en flote que podía ser su diversión o su manera de salvar el alma en la marea creciente y sucia del mundo que nos rodea.
Alepoudelois -llamado así entre amigos y Odiseo entre íntimos- es, pues, premio Nobel de Literatura para el desfalleciente 1979 y así deberían quedar las cosas de modo definitivo, si no fuera por mi protesta. Llamémosla vehemente.
Nunca leí una línea traducida de Odiseo y reconozco para el caso mi ignorancia del griego actual. Que si se tratara de griego antiguo, muy distinto sería el tono de este comentario.
Pero basta de Odiseo; yo propongo -y lo doy por obvio, sin apoyo de academias o pens- el nombre de Robert Boudin. No ganará premios, pero su nombre y su acto de fallida justicia deben grabarse en el corazón y en la cuartilla en blanco de todos los escritores del mundo, sea éste primero, segundo o tercero.
No he leído, confieso, a Boudin; desconozco si es estructuralista, nouveau romancier o si pertenece a los embarcados en la corriente pornoexcrementicia que crece desde Estados Unidos y que ya está teniendo continuadores agradecidos en todas las playas donde perdura Gutenberg. Agradecidos porque sumergirse en la basura y manotearla para que salpique puede ser, por algún tiempo, cómodo sustituto del talento. Y los números estadísticos comprueban que la lluvia de detritus es amistosamente asimilada por una parte abundante del público lector.
No sé, pues, y lo reitero, cómo escribe mi nuevo maestro y héroe literario Robert Boudin, Luego de su aparición en el universo de las letras, hay para reírse de los «malditos», los poetas opiómanos, los bebedores de ajenjo, los tímidos fumadores de marihuana y los suicidas con ralentí del pinchazo en sangre.
No me importa qué escribió Boudin. En el colegio me enseñaron que un hombre debe ser juzgado por lo que hace y no por lo que dice. Aunque lo hubiera dicho en letras de imprenta. Este era un consejo, una orden aplicada con preferencia a valorar políticos. Pensemos un momento en De Gaulle y sus negociaciones con argelinos y pieds noires.
Voy a los hechos que tuvieron escaso espacio en los medios de información. El mismísimo Departamento de Estado calificó como débil mental a este genio de las letras. Injusticias semejantes se han producido en el pasado y los años las corrigieron.
Nombrar a Boudin va concede a estas humildes líneas categoría literaria. Pero es conveniente reforzar mi opinión, mis sentimientos, con una enumeración de las víctimas de la ignorancia, la impotencia o la beatería de fiscales cuyos nombres se han perdido para siempre en la memoria de los vivientes.
Pienso en Apollinaire, en Joyce, en Flaubert, en Baudelaire, en Henry Miller, Pienso en Mark Twain tratando de ser editor de sus propios libros, y, como es natural, ir a la quiebra. Recuerdo a Balzac y sus negocios editoriales y el fracaso. Recuerdo a Emilio Salgari con su editor cada día más gordo merced a Sandokán y a los tres corsarios, y Salgari suicidándose porque se moría de hambre.
Cuántas veces esperé que un censor censurara una obra «por estar mal escrita». Bien sé que mi espera es inútil, por razones evidentes para cualquier lector.
A todo esto, ¿qué hizo y no dijo ni escribió Boudin, mi maestro? Se publicó en los periódicos sin darle importancia, como si se tratara de una noticia policial cualquiera. Boudin, como todos los novelistas que yo conozco, escribió una obra maestra, a la vez revulsiva e imperecedera. Y, como suele ocurrir, el editor (o tal vez hayan sido varios en cadena) se negó a publicarla. Lo estoy viendo: «Mucho lamentamos que los planes de publicación hechos por nuestro staff para lo que resta del siglo nos impiden dar cabida a su obra, que consideramos excelente y muy por encima de los niveles de la actual novelística.»
Claro está, para mí, que el maestro Boudin habrá empieado cartas lindantes con el desespero, llamadas telefónicas que,nunca (lástima) lograron perforar el muro sonriente e invisible de las secretarias, telegramas agridulces y, después, la amenaza.
Un genio incomprendido tiene derecho a todo. Incluso a la amenaza, al crimen, al despiporre.
Mi maestro Boudin -situación límite, que dicen- recurrió, actualizado, a alquilar una avioneta Cessna 172 y a mentir -en su postrer ultimátum al editor analfabeto- que la guiaba cargada de explosivos. Eso sí, absolutamente convencionales. Porque no es lo mismo ser disgregado por una bomba obsoleta que por una nuclear o de neutrones.
Madrugó y en mitad de la mañana ya estaba sobrevolando la editorial y enviando por radio su grito de guerra: « Publicación o muerte.»
Alguna agencia informó que el editor repuso que prefería morir abrazado al manuscrito impublicable.
Y así. Hasta que se acabó el carburante y mi maestro aterrizó en La Guardia.
Que cada lector extraiga su moraleja; sobre todo aquellos que han escrito una desdeñada obra maestra. Moraleja y ejemplo.
Y para terminar con la triste aventura tierra-aire de mi maestro, debo decir, aunque sea sabido, que las oficinas de la editorial maldita están a poca distancia del magnífico edificio de las Naciones Unidas. Lo que alarmó a un portero negro y le hizo gritar: «¡Que se vienen los rusos!» Y cinco minutos después los representantes de todos los países del mundo, incluyendo a los rusos, habían buscado seguridad en las calles.
Sólo quedó el secretario Waldheim y es deber felicitarlo. Tal vez haya preferido morir en cambio de soportar la convivencia con los 5.000 delegados y funcionarios prófugos. De acuerdo.
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