Intelectuales en la calle y la UNED
Muchos españoles se preguntan en estos años posfranquistas de aburrido politicismo y despolitización -y la pregunta ha sido expresamente formulada por Emilio Romero- que dónde están los intelectuales. El semanario La Calle, aparte retratara algunos de ellos en la calle o la plaza, la de Oriente, nos cuenta dónde efectivamente, en qué ciudad o barrio, en qué calle están, qué hacen y cómo están volviendo, igual que el zapatero del cuento, a sus zapatos. Y sí, es verdad, vuelven a trabajar, o no dejaron nunca de hacerlo, en lo que les incumbe. Pero a la vez, porque es también incumbencia suya, ocupándose, no del tejemaneje cotidiano de la política profesional, pero sí siempre -aunque parezca otra cosa- de la teoría y de la praxis política.Hace algunos días leía en la prensa madrileña un artículo del profesor Raymond Carr sobre cultura y política en España. Y es verdad que, por influencia francesa, el intelectual es visto y se ve en nuestro país como mucho más influyente de lo que en realidad es. Sí; goza de mucho «prestigio», pero buena parte de él es, como denota la etimología de la palabra, engañoso. Carr y también nosotros nos miramos en el espejo de Ortega, cuya posición familiar en la política y el periodismo y cuya garantía o marchamo intelectuales en una vasta empresa acometida aprovechando una coyuntura socioeconómica favorable -la más vasta empresa económico-cultural acometida en España- fueron decisivas para la «apariencia» de poder, poder intelectual, de la que gozó. Sí; los intelectuales disponemos en nuestra prensa de mucho más espacio que los ingleses en la suya y jugamos a mentores y guías de la nación. (Yo, personalmente, mucho menos de lo que Carr me atribuye.) Bien, es nuestro «papel». Me pregunto si, para representarlo, disponemos de mayor espacio que las artistas de cine o los jugadores de fútbol para el suyo.
Nosotros estamos en la calle y, a lo sumo, en La Calle. Quienes están en el Congreso, salvo alguna excepción y algunos comparsas, no son intelectuales, y la función de gobierno, sin que incumba a «hombres de segundo orden», aunque con frecuencia y por desgracia, en ellos recaiga, no es función intelectual. Creo que a nosotros nos cuadra mejor estar en la calle -lo que no es fácil- y en el diario, el semanario, la revista, el libro, que en el escaño o en el banco azul.
Pero hay un término medio: estar en la cátedra, en la universidad. Cerca de esa «base», alejada de la política al uso, que es la juventud. Algunos de nosotros eso es lo que, por encima de todo, hemos querido hacer y hemos hecho mientras nos ha sido posible. «Donde una puerta se cierra, otra se abre», dice una vieja leyenda -leyenda, en su doble acepción- abulense. Alguien me recordaba, hace unos días, que cuando se fundó la Universidad Nacional a Distancia, yo me burlé públicamente del franquista engendro. Puede ser. Simétricamente a como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas abría, con una fachada tras de la que no había nada, la farsa cultural del franquismo, esta Open University encanijada en academia por correspondencia, vino a cerrarla. ¿Qué hacer entonces con un artefacto, hoy por hoy, por carencia de medios económicos, imposible de ser convertido en auténtica universidad a todos abierta y que a todos llegue? El problema, tan actual, del enfrentamiento entre la educación institucionalizada y, en gran parte, meramente reproductora, anquilosada, «oficial» (por muy «privada» que sea) y la cultura, buena o mala, de calidad o subcultural, pero que las gentes absorben como «viva», es difícil de resolver en una síntesis vital. Pero en la UNED se ha comprendido que, mientras tanto, y quizá también después, en ella puede hacerse lo que en ninguna otra universidad del país se hace: invitar a los profesores, a todos, y en especial a los de bachillerato, y a cuantos no profesores quieran, libremente, asistir, a participar en jornadas de estudios, a mantener viva su vocación investigadora, a reactualizar sus saberes (esto es la «educación permanente» que todos necesitamos) y a comunicarse interdisciplinariamente sus conocimientos.
Parece que todos coincidimos en que la peor secuela que padecemos, entre todas las que el franquismo nos ha dejado, es la general desmoralización. Sí; tiene razón César Alonso de los Ríos: mucho peor que el «desencanto» es la desmoralización colectiva en la que todos, quien más, quien menos, estamos sumidos. Y por eso nada más oportuno, en la inauguración de esas actividades de la UNED a las que acabo de referirme, que la celebración de una semana de ética (e historia de la ética). De teoría ética, por supuesto. Pero también, como uno de los participantes afirmó, de «resistencia ética» (paralela a la «resistencia política» durante el franquismo) frente a la animalización, mecanización y burocratización de la existencia; y, como otra participante declaró, de la «ejemplaridad» moral frente a la vana recitación de unos principios vaciados, en la práctica, de contenido. Remoralización que sin ceño adusto o puritano, nos devuelva el saber-sabor de la vida y nos saque del asfalto y la contaminación material y moral para llevarnos -lo diré con las palabras propias de otro ponente, helenista este- no tanto a las «academias», «liceos» y «pórticos» como al «jardín», de una vida placentera, comunitaria y compartida, felicitaria.
Probablemente, y además de vigilar y decir no, es para soñar cosas así, y no para ocupar puestos políticos, para lo que estamos quienes no presuntuosa, sino modesta, marginalmente -lo presuntuoso hoy es ser «tecnócrata» o, cuando menos, «experto»- nos consideramos intelectuales.
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