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Mostrad cómo

A la técnica pedagógica del padre Astete pertenecía esencialmente una ilustración con hechos concretos, a la vez sencilla y directa, de los conceptos teológicos y las reglas morales que trataba. de meter en las cabezas de sus catecúmenos. Así, tras la enunciación de unos y otras solía añadir esta exigente y perentoria voz de mando: «Mostrad cómo.» Hace unas semanas me permití afirmar que la merma, una gran merma de nuestra moral civil, es tal vez -entre tantas otras causas: terrorismo, paro, crisis económica, nerviosismo preautonómico- la más grave rémora de nuestro país en el camino hacia un estado social e históricamente satisfactorio; y agregaba que sólo el ejemplo de los que de un modo u otro rigen la sociedad -políticos, jefes de empresa, obispos, profesores- puede espolearle con eficacia. Distinto, desde luego, en la letra, pero equiparable en la intención, acaso el comentario de alguno de mis lectores haya sido otro tácito «mostrad cómo». Pues bien, he aquí que una fotografía periodística y una emisión televisiva van a permitirme responderles.«Aula de soledad, mustio hemiciclo»; este hubiera podido ser el pie de la fotografía del salón de sesiones del Congreso de los Diputados en la víspera del «puente largo» del Pilar. Muchos la recordarán, sin duda: quince o veinte padres de la patria dispersos por toda la anchura del anfiteatro donde el Dios del Sinaí se hizo discurso, y ante ellos, tal vez pensando para su coleto que no siempre es sermón perdido la prédica en el desierto, un denodado orador. Qué pena, qué irritada pena. En primer término, porque a los diputados ausentes les hemos elegido los españoles para que nos representen en la faena de enderezar los destinos de España. En segundo, porque es su activa presencia en ese hemiciclo, no su ausencia de él, lo que sus emolumentos remuneran. Y no en último lugar, Porque el más elemental deber del político es el ejemplo civil, y pocos modos de tal ejemplo tan necesarios como el trabajo en esta España tan pontifical, tan aficionada a tender puentes sobre cualquier jornada lectiva, tan excitada, a juzgar por lo que en Madrid se ve, en cuanto ventea una fiesta de guardar bien situada dentro de la semana. «Trabajar es orar; en su raíz, todo auténtico trabajo es religión», escribió el exagerado Carlyle. Frente a él, y exagerando por contrario y más vituperable modo, ¿estaremos los españoles proponiendo al mundo una religión de la holganza? Qué pena, qué irritada pena.

Segunda parte de mi respuesta a ese posible «mostrad cómo»: un breve comentario personal al coloquio que acerca de las oposiciones y los exámenes hace poco nos han ofrecido nuestros televisores. Abiertamente me sumo a la común actitud de todos cuantos en él participaron: la inconformidad con lo que hoy es en España la enseñanza y la postulación o la exigencia de un nivel y unos métodos de ella que corrijan sus penosas deficiencias. No menos abiertamente suscribo varias de las ideas -varias; las que me parecieron más solventes- que acerca de la promoción del profesorado universitario y de la práctica de los exámenes allí fueron expuestas. Con igual sinceridad, en fin, me adhiero a la petición de nuevas estructuras -siempre que la demanda vaya acompañada de un bien pensado proyecto- y de más dinero -siempre que la canalización de él sea racional- que en ese coloquio pudimos escuchar. Pero, salvo en la intervención de uno de los participantes, que tocó el tema de pasada, eché de menos la explícita, vehemente proclamación del más urgente menester de nuestra universidad: la creación de un clima de alta exigencia ética. Menester, apenas parece necesario subrayarlo, que afecta por igual a todos los grupos e instituciones de nuestra sociedad.

Desarrollando una feliz idea de Marañón, es posible clasificar a los hombres según cuatro niveles en el sentimiento del deber. El más alto, sublime a veces, de los que, no satisfechos con el cumplimiento de los que su función exija, se inventan deberes nuevos; es el caso de cuantos actúan vocacionalmente, cualquiera que sea -intelectual, artístico, religioso, técnico, fundacional, político- el campo de la vocación propia. Luego, el de quienes se limitan a cumplir decorosamente las obligaciones inherentes a su cargo; los hombres y las mujeres que dan cimiento sólido a las sociedades en forma. A continuación, el de aquellos que, para decirlo con la expresión galo-cheli hoy tan en boga, viven y se comportan «pasando de»; los que en su vida se rigen, no por el «no importa» de los resistentes y sufridos, sino por el «no me importa» de los hedonistas de la renuncia. Por fin, el de los muchos cuyo tácito o expreso lema consiste, más que en «pasar de» tales o cuales obligaciones y actividades, en pasarse por» -aquí un término anatómico- no pocas de ellas, si es que no pertenecen a la serie de las convenientes para uno mismo. En relación con los deberes profesionales, y dejando de lado el grupo de los que trabajan a destajo sólo por ganar más -sólo para ser los más ricos del cementerio, según suele decir un eminente amigo mío-, ¿cómo se distribuye la población española entre esos cuatro niveles éticos? Mucho temo que de un modo poco, muy poco satisfactorio.

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Pero vengamos al tema del coloquio en cuestión. Alguna vez he dicho, a lo largo de más de treinta años, que la universidad española tiene cinco problemas fundamentales, todos ellos importantes y urgentes: el estructural, el económico, el científico, el didáctico y el ético. Todos deben ser simultánea, enérgica y tenazmente atacados. Pero si yo tuviese que nombrar el que más me pincha, respondería sin vacilar: el ético. Pienso, en efecto, que sin una rápida y adecuada transformación moral de todos los grupos humanos que directa o indirectamente componen la institución universitaria -políticos, profesores, alumnos y padres-, de poco valdría lo que en lo tocante a los restantes problemas quisiera hacerse. Unas cuantas interrogaciones. Descontados los que de manera inmediata rigen la vida universitaria, ¿tienen nuestros políticos verdadero interés por la perfección de ésta? Numerario o no, ¿cuántos son los profesores que, además de enseñar con buen ánimo lo que deben, tratan de hacer ciencia presentable más allá de nuestras fronteras? Entre los alumnos, ¿cuál es el porcentaje de los que leen libros -de los que, por tanto, van más allá de esos tópicos e infectos apuntes xerocopiados- y no intentan hacer trampas en los exámenes? Por último: ¿cuántos padres españoles quieren que el título universitario de sus hijos sea algo más que úna patente de corso para la navegación en la sociedad? Respondan con precisión los sociólogos. Traten de responder con sinceridad, sólo con decorosa sinceridad, los no sociólogos.,

(Pregunta al canto: «Y usted, amigo, ¿qué autoridad tiene para meterse a predicador?», Permítaseme contar una pequeña anécdota: En los últimos años de su ilustre y apasionada vida, el filósofo Max Scheler daba, en Colonia, un seminario sobre los problemas fundamentales de la ética. En el curso de una de las sesiones, sonó en la habitación contigua un teléfono, y el profesor acudió rápido a la llamada. Esta dio lugar a una breve conversación, oída sin querer por los discípulos, en la que sonaron las palabras blonde y brünette. Volvió Scheler a su puesto en la mesa del seminario, y uno de los que en él participaban, monje joven, le dijo con respetuosa extrañeza: «¿Cómo es posible, herr Professor, que en esta sala nos haya dicho las hermosas cosas que le hemos oído y desde su despacho haya tenido esa conversación?» Y el herr Professor le respondió muy serio: «Mire, joven: en cuestiones de ética, yo no paso de ser un poste indicador. ¿Ha visto usted un poste indicador que se ponga en marcha hacia el lugar cuya camino indica? » A diferencia de Scheler, y si se me hiciera la pregunta antes consignada, me atrevería a decir: «Yo no soy un poste indicador; soy un hombre que ante lo que ve a su alrededor trata de responder lo mejor que puede, y procura hacerlo moviéndose, según sus fuerzas, justamente en el sentido de su respuesta. Valgan lo que valgan, pues, hacia mis cuartillas voy.» Aunque en el calendario se aproximen puentes.)

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