Lola Flores: "Tengo vicio"
El respetable tiene el pelaje, seguramente falso, de llegar del bingo. La superficie circular de la pista se halla poblada de parejas cluecas que cabriolean con empaque. Asustadas ahora por el apagón, se desplazan a saltos entrecortados hasta sus mesitas. Una rubia, con labios relucientes de saliva, está diciendo al lado: «¡Menos mal! Me marea mirar a esa gente.» Su digno compañero baja con gran soltura la calva y pregunta a su vez: «¿Tocará El Pescadilla?» Y ella, párpados fofos y bordeados de violeta, corta por lo más sano: «¡ Me extrañaría! Pero quiero que sepas que yo estuve, de siempre, a favor del marido.» Los murmullos se encalman.Como atraída por el silencio, resuena a boca llena La Faraona. La música subraya a tope la vibración del símbolo, mientras éste mueve los brazos -«un monumento», transformados en grito, con la mano derecha muy cerca de su cuello ahíto por tanta inútil confesión: «Yo soy la Lola, señores.» Lo es. Bata roja de cola, cabellera recogida hacia atrás, flores blancas, cintura cimbreante, ácidos taconazos, perfumes de victoria. Alguien murmura sin rodeos: «Esta tía se droga.» Tuerce el cuerpo con gracia, gira el busto hacia atrás, mueve la cara agitanada como para gritar su última injuria, su última maldición o su último adiós: «Yo soy la Lola de España.» ¿Lo es? Es, por lo menos, una imponente fiera escénica. Gira lanzando gritos de entusiasmo, las manos de verdad de la buena, la espalda firme, una rodilla en alto y el desprecio resplandeciente: «¡Que se mueran los feos!»
Vuelve ahora vestida de negro, cabellos sueltos, zapatos morados. Los ojos de la Lola brillan de excitación. Con el labio inferior hacia adelante, guapa y enamorada, nos ofrece en la lengua su cantar: «Yo necesito tu calor/cerca de mí/para vivir. La mano izquierda, tautológica, nunca escurre aquí el bulto. Con toda su atención acaparada por el acecho de los tiempos que corren, coloca el gran micrófono entre las convulsivas tetas y su espléndida voz dice querer gozar y ser feliz y amar bajo la mancha malva de los focos.
Traje amarillo. Verde sombrero cordobés. Derramándose, el fuego. Un camarero comenta: «¡Y decían que estaba acabada! » La Lola escupe ahora a intervalos sus nubes de pasión, azuladándose cuando pasa por la luz del foco, deteniéndose, poniéndose en marcha, reculando, adquiriendo velocidad poco a poco para lucir ese sombrero «como los ojos negros/que tanto quiero». Y encadena al instante con letanías mágicas de una abuela que era medio bruja, que veía -«porque lo veía»- lo que cualquier día nos puede pasar. Por ejemplo, tú, fumarnos un porro «como un zepelín». ¡Sape! En plan coloca, ella busca la estrella en mano izquierda de un diminuto espectador: «¿No serás extraterrestre tú también? Eres un hombre de muchas ideas. Pero en las cosillas que piensas te quedas en la mitad. (Risas.) Inteligente, todo. Sabes mucho de todo y tienes mucha fe. Te rodeas de muchos amigos. Pero esos amigos acaban quitándote las ideas. (Risas.) Tú de política no entiendes, ni falta que te hace. Anda, dame veinte durillos. Son para los niños de María de Molina.»
Lola dice la buenaventura. Lola dice leer el café turco. Lola tiene una casa con un agujero y se pone a buscar la cachiporra que lo pueda tapar. Por los lánguidos flecos de un traje anaranjado deja asomar las piernas relucientes, una tras otra, avanzando y retrocediendo, mientras declara que su cuerpo está caliente y su frente está que arde. ¡Oh, fiebre del Retiro! Un fleco se le engancha en la barra del micrófono del guitarrista. Impasible, ella prepara copas, elige ropas, desempolva el disco que a él le gusta oír. Crece la calentura: «Tengo vicio.» Vicio «de tenerte a todas horas,/de rozarme con tu piel,/de emborracharme con tu risa embriagadora.» Vamos, vicio.
Lola dice cantar canciones «porque las siente», como siente que la revista satírica Sal y Pimienta haya mostrado al torero José María Manzanares con debilidades de travesti,«Que sepan esos señores que, aunque José María se ponga un día el pañuelo de mujer, demuestra cada tarde en la plaza que tiene más valor y hombría que todos ellos juntos. A los de Sal y Pimienta ¡que les den cien puñalás! (Aplausos). Son unos niñatos que no saben lo que es el respeto para los demás, que nunca mamaron, que tragaron tan sólo polvitos en lugar de la leche de hembra. Ellos me toman por la querida de Colón; pues, por lo menos, el navegante tenía un huevo... Anda, que Dios los perdone.» La cuadrilla de Manzanares se levanta para aplaudir.
Enardecida, Lola recita apasionadamente: «A la deriva.» Mi acompañante apunta: «Ya, ya quisiera Nuria Espert ... » Melodrama, tristeza, golondrina que presagia el final. Remolino rojinegro y marcha: «Dime, dime tu amor.» Más marcha y más clamor: « iLooola! iLooola! »
De casi todo ha habido en esta madrugada: cante, baile, felicidad, penita-pena, arengas y un orgullo dinamitero: «Nací artista y moriré pensando en lo mismo.» Al público más fiel lo va nombrando: duques, rejoneadores, actores, toreros, dueños de restaurantes famosos. Para ellos y para todos: «Una noticia agotadora, pero buena. A principios de noviembre, en el teatro Reina Victoria, de Madrid, actuaré con mi hermana y con mi hija en un espectáculo titulado El concierto de las Flores. Y va estrechando manos. Y va dando besos.
Con la desesperación de quien intuye que aquellos que respetan la escritura de Borges, «pese a sus opiniones de derechas», no respetarán nunca el arte de esta gran folklórica que, forzoso es reconocerlo, no ha encontrado en España rival.
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