La erótica publicidad
Ojeando las páginas publicitarias de los grandes semanarios ilustrados notamos definitivamente que no hay anuncios para pobres. Estos se han refugiado en las páginas menos brillantes (nada de papel satinado, y en blanco y negro) de los cotidianos, y concretamente en las patéticas columnas de los anuncios por palabras (cuya distribución del espacio y el esquematismo de los mensajes recuerdan la estructura vertical del nicho económico, con su lápida labrada a precio por palabra).
Faltos de capacidad de consumo, los pobres a la publicidad no le interesan. Los anuncios para ellos tienen una personalidad distinta, escuálida y caracterizada por la absoluta falta de pretensiones. Les distingue la ausencia de promesas fascinantes. No se les sugieren sensaciones exquisitas, sensuales o quasi-mágicas, sino, más modestamente, remedios contra la gonorrea, anuncios anticaspa o fórmulas para acceder al limbo de la prosperidad económica de dudosa credibilidad, como el cultivo de champiñones en la azotea.
Si los anuncios por palabras son escuálidos y patéticos, mientras la propaganda ilustrada es brillante y psicodélica, la culpa la tiene la distinta entidad de los negocios de cada clase. O sea, los pobres comercian con minúscula o. más exactamente no comercian: trapichean. Los negocios a todo color de la burguesía contable son otra cosa. El brillo de las páginas satinadas no miente: su aroma es más exitante y afrodisiaco, el experto de marketing nos lleva a su vera con el Kama Sutra. Ya hay quien habla de la estructura libidinal del dinero. Entre todos los pecados de la carne, el del consumo es el más erótico hoy por hoy, lo cual se refleja muy bien en la publicidad.
El eterno chupa-chup de Kojak, colgándole permanentemente de la boca es un símbolo de la oralidad liberada y disfrutada. También su cabeza al aire libre (ya propuesta por Yul Briner) representa una época sin tapujos, descaradamente libidinosa: aún más piel al descubierto, piel además geométricamente perfecta, y, por lo mismo, exitante Kojak representa al mismo tiempo la erótica pulsión del dominio. Además de un policía es un reclamo publicitario: anuncia la represión promocionándola por vía libidinosa.
Eso no es nuevo. La novedad está en otros datos. Hace tiempo que la imagen desplazó al texto, pero éste había sobrevivido precariamente hasta ahora, exiliado a pie de foto y conservando su estructura tradicional. Hoy ocurre diversamente. El lenguaje publicitario tradicional agoniza, y en su lugar va imponiéndose un idioma distinto que, contrariamente a todas las predicciones, llega pisando fuerte, precediendo en importancia incluso a la imagen hasta hoy estimada reina indiscutible del mundo mágico del marketing
Un ejemplo: «Psssh, kluck. hluck... aaah!», propaganda de los botes de cerveza Dart. Otro ejemplo: «Clack, clack. cataclack», anuncio de las botas Kelme. Y otro: «Aprenda a hablar inglés: klink. klink, kluk, kluuuk. A White Label, please.»
El lenguaje hecho sonido se ha tomado la revancha sobre la imagen. Un sonido empieza a decir más que mil imágenes. El nuevo esperanto comercial tiene la virtud de no decir nada y expresarlo todo. Penetra en el cerebro y se instala en las glándulas. Se trata de un idioma onomatopéyico, basado en la imitación de sonidos familiares, que se ríe de la torre de Babel y que tanto vale para un chino como para un gallego. La imitación del sonido del consumo solicita los reflejos condicionados: un sonido es capaz de movilizar una salivación pantagruélica, que es también orgásmica. Por ejemplo, el «psssh. kluck. kluck ... Aaah!» sugiere todas las estaciones del placer conyugal: reproduce el escape de gas del bote de cerveza (el dulce abandono de un cuerpo en nuestras manos), el rumor erótico del liquido al perderse por la garganta, y el orgasmo final del cuerpo disfrutado:«¡Aaa! » La Dart no es una cerveza: ¡es una señora disponible! Por su parte, el inglés reinventado por la división-ventas de la White Label imita sensualmente el sonido de la piedra de hielo contra el vidrio, la caricia del genuino escocés que invade melancólicamente el vaso, y la solicitud final lógica el deseo de posesión de la rubia insinuante: «A White Label, please
Crisis de la imagen y auge del sonido
La imagen y el texto clásico empiezan a perder la batalla; la palabra regresa de su exilio hecha sonido y se entroniza. El lenguaje de las cosas es erótico penetra por vía cutánea y activa las mucosas. Se instala en el sistema circulatorio, penetrándonos como una sensación. La publicidad de la Dart es sin duda la más lograda y expresa la crisis dramática de la imagen. El eslogan ya espumea en los labios y lo vemos rebosar el vaso. La espuma tiene un poder erótico indiscutible; cuando pronunciamos el eslogan espumeante de la Dart, en realidad no lo pronunciamos: lo eyaculamos. Aquí, la especificación de que se trata de una cerveza es puro formulismo innecesario. Lo sabíamos de antemano, porque, aun sin comprarla, ya la habíamos saboreado. Se comprende que el «Psssh, kluck, kluck... ¡Aaah! » sólo podía referirse a una cerveza. Una cerveza y una señora. Su atractivo erótico se expresa en el ámbito de la oralidad es decir, posee toda la fuerza del placer irregular, anticonstitucional, el tabú del amor bucal, gran secreto de los secretos. Con la Dart no nos mordemos la lengua después de haberla usado impropiamente. La Dart penetra en la garganta profunda sin complejos de culpa. Ya el primer acto de su disfrute es erótico. Los botes de cerveza se abren de un tirón que lascera el cuerpo y nos lo entrega. El bote de cerveza Dart no ha sido de nadie más: su primer orgasmo lo vive con nosotros, autores de la violencia inaugural. El «pssst que sigue al desgarro es la maravilla de la cueva del tesoro recién franqueada; es un suspiro conyugal, la liberación de una vieja ansia contenida, el gigante que se escapa de la botella.
La fuerza de la onomatopeya
También el «clak, clak. cata clak» de las botas Kelme se apoya en un efectismo libidinoso. En todos estos casos las expresiones onomatopéyicas le ponen banda sonora al mensaje publicitario y nos obligan a interpretarlo. El lector se ve obligado a cantar el anuncio y representar así el acto de su consumo. Estos anuncios no tienen lectores, sino actores. El grado de implicación del cliente es aquí mayor; se hace inmediatamente complicidad. El lenguaje onomatopéyico comprende las glándulas del cliente potencial y provoca la salivación de rigor. Desde el punto de vista de las salivaciones sensoriales, ya la sola lectura (es decir, la sola interpretación) del anuncio presupone inevitablemente su consumo. Cuando decimos «pssst, kluck, kluck... Aaaah!», al acabar el texto ya nos hemos bebido la cerveza; ahora necesitamos comprar otra continuando la tradición de consumo recién inaugurada. Igual, al leer «clak, clak, cataclak», ya nos hemos puesto las botas Kelme. El eslogan nos hace pisar fuerte incluso antes de ponérnoslas materialmente.
En realidad, el anuncio de la Kelme no promete nada para los pies; más bien se dirige a nuestro yo acomplejado, ofreciéndole una su gestión de poder. En este caso, la fuerza de la onomatopeya es tal que hasta la fotografía del «salvaje Oeste» que completa el mensaje no era estrictamente necesaria. La recitación del texto implica ya una experiencia táctil del Far-West, nos hace sentir bajo las plantas el piso de madera del saloon (que acusa nuestro ingreso avasallante), o nos lanza al galope por la estepa. Sentimos la colt vibrando en las caderas. Ya no somos anónimos, un número más. Poseemos las botas que revelan e imponen nuestra presencia. Las Kelme son una terapia contra la timidez. Sirven para caminar, pero, sobre todo, para andar seguros por la vida. Es así como el anuncio de la Kelme también interesa a las glándulas: produce la secreción libidinosa del poder; exorciza y aparta con un puntapié aquel otro estilo vital insignificante del andar de puntillas, y nos convierte en un wanteed, un fantástico «coyote solitario», temible y aventuroso.
También el «klink, klink» del White Label nos pone en la boca a una señora frágil y acariciante, en lugar de un simple whisky. El publicista se equivocó de todas todas al acompañar la onomatopeya con un vaso rechoncho de cristal ancho. Imagen y sonido no coinciden. El «klink» de la caída del hielo no sugiere un accidente. Más que una caída es un modo de posarse. No es un «krasch», sino un «klink». También aquí sobreviene una experiencia táctil: notamos inmedia tamente que el vidrio es ligero, que no puede morderse («no me dejes marcas»). Otro anuncio de la misma casa nos explica en tres grabados cómo disponer los labios para pronunciar la palabra mágica: White Label. Aquí, la fonética es, en cambio, un puro pretexto y regresa la imagen (los labios, con su primario poder erótico), pero el anuncio continúa dirigiéndose a las glándulas. La gimnasia facial que sugiere persigue también la secreción de los líquidos libidinales. La lección de inglés reverdece el amor platónico de los pupitres adolescentes y nos impulsa eróticamente a la nevera por el tiempo perdido: «A White Label, please.» «Kiss me»: «Hoy es ayer todavía.» Concentrando la atención del cliente sobre sus propios labios, la White Label le obliga a redescubrirlos y a ceder al imperio erótico de sus exigencias. White Label es la rubia dispuesta a besártelos como estás deseándolo. Téngala siempre a mano.
Desgraciadamente, no todos los mensajes publicitarios de la nueva ola tienen ese delicado no sé qué, erótico y orgásmico de los anuncios onomatopéyicos. Los fabricantes de pantalones no han logrado todavía explotar comercialmente la erótica de una cremallera que se abre. De resto, la publicidad onomatopéyica es particularmente difícil en el caso de muchos productos cuyo consumo posee una fonética sin sensualidad.
La antiutopía del viejo estilo
Los casos más tristes de publicidad viejo estilo nos lo ofrecen, desde luego, la Bosch y la Hoestch. Ambas encarnan patéticamente la anti-utopía publicitaria, con la correspondiente negación de los paraísos prometidos. Así, por ejemplo, bajo el título «De lunes a viernes», la Bosch nos muestra a un obrero encorvado ante su banco industrial, manejando una pistola perforadora, y a continuación, bajo el epígrafe «Sabado y domingo», nos lo vuelve a presentar en ropas de calle, exactamente en la misma posición, con la misma herramienta y desarrollando el mismo trabajo. O sea, para la Bosch, el tiempo libre no es idealmente necesario, ni ocasión de experiencias irregulares, de significación mágica. Al contrario, el tiempo libre prolonga el tiempo encadenado, fosilizándole el gesto productivo: no queda tiempo para soñar. La Hoestch por su parte, nos muestra varias veces a una pareja de niños, que en realidad no son niños, sino apenas la voz ventrílocua del adulto. Sus proyectos para el futuro son dejar las cosas como están, no menearlo «Cuando sea mayor te haré una casita aquí», le dice el niño a su amiguita en un paisaje idílico, que ya le atrae únicamente desde el punto de vista especulativo: no lo vive poéticamente, sino pensando en hincarle el diente de las excavadoras y ponerle la mortaja de hormigón. En otro anuncio, es ella la que le promete a él: «Cuando sea mayor te haré comidita.» Lógicamente, de erótica, nada.
La Hoestch tiene los pies sobre la tierra. No cree en utopías. Su única ingenuidad es que aún parece creer que existen lectores (acompaña sus anuncios con un texto largo, de letras diminutas, que repele a las pupilas), pero de resto queda en evidencia que no cree en los ratoncitos. Se anuncia sensatamente como «la investigación responsable»; su sueño maravilloso es preservar los papeles sociales tal como están hoy y garantizar la continuación de la furia especulativa reeditándose a sí misma a través de la colonización cultural del niño.
A mitad de camino entre esa propaganda declassé y la ultramoderna publicidad onomatopéyico-subliminal están las demás empresas, cuyo uso de la imagen es aún abundante y primordial, así como también su intención erótica. La Wrangler, la de los pantalones «que resisten si tú resistes», o sea, que no resisten (mano de ella procedente del suelo-ella rendida a tus pies-desabotonándotelos), o la del anuncio de dos posaderas invitantes con el eslogan pantagruélico «lana de buen cuerpo», es una de las empresas-líderes en el campo de la publicidad de transición. Probablemente, será la primera en descubrir el anuncio erótico-onomatopéyico basado en la apertura de la cremallera, ese gesto mágico subversivo. También la vodka Eristoff (elaboré en France, hay que decirlo, pues se sabe que el camarada Petrovsky no tiene el sexo alegre) ha ido bien lejos en el campo de la audacia erótica. Su eslogan «Atrévete a una nueva experiencia» ya dice algo. Expresa mucho más si se considera su torno: una mano acaricia subrepticiamente bajo la mesa la pierna de la amiga de la novia simultáneamente acariciada con la otra mano. O viceversa: es ella la que toma la iniciativa.
La audacia erótica de los vendedores de oro es ya bien conocida; la asociación del oro a la piel humana da resultados a menudo exquisitos. Existe también otra casa, que no recuerdo, que ha llevado la sugestión erótica a un grado de delicadeza sugerente digna de elogio: nos muestra a él en una playa solitaria pintando caprichosamente un bote viejo, y, a su lado, ella, comentando el disparate de semejante ocurrencia. El trasfondo erótico del anuncio es para el goce exclusivo de los más avezados: él y ella, solos, enamorados, en una playa solitaria, y un disparate. ¿Cuál? ¿Acaso es posible otro? No. Forzosamente tiene que ser aquél. El que usted haría y yo también.
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