_
_
_
_
Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Herrera de la Mancha

EN LOS escaños del Congreso de los Diputados se sientan algunos representantes de la soberanía popular que, en tiempos no muy lejanos, sufrieron malos tratos de palabra y de obra en las cárceles y los penales españoles. Se hallan así, pues, en condiciones excepcionales para dar un testimonio fidedigno, y ya desprovisto de rencor, de sus experiencias penitenciarias, así como de la eficacia de las celdas de castigo, los períodos de aislamiento y las incomunicaciones con el exterior para quebrar la moral, perturbar la inteligencia y romper la espina dorsal de los recluidos. Como parecen apuntar las denuncias en torno al penal de Herrera de la Mancha, ese testimonio no servirá únicamente a los historiadores. Porque los cambios democráticos en España son de arranque demasiado reciente como para haber transformado la mentalidad y los hábitos de una buena parte del Cuerpo de Funcionarios de Prisiones, que cumplió con un sobreactuado celo profesional sus tareas bajo el anterior régimen.Las protestas por el funcionamiento del penal de Herrera de la Mancha no pueden, así, ser acogidas con indiferencia o incredulidad por cualesquiera ciudadanos que tuvieron experiencias carcelarias, en carne propia o en la de sus familiares y amigos, en las décadas pasadas. El inquieto rechazo de esa molesta y sombría realidad mediante el argumento de que, al fin y al cabo, los antiguos condenados por delitos de opinión y asociación pacíficos, a salvo ahora de procesamientos y cárceles, pertenecían a una población penal distinta por su origen a la compuesta por los delincuentes comunes o a los acusados de actos terroristas o de su apología es, obviamente, tan improcedente como inconvincente. Si durante el franquismo los procesados por su oposición al régimen trataron siempre de lograr un status especial y de diferenciarse de los infractores ordinarios del Código Penal, la razón de ese prolongado esfuerzo fue, en parte, el deseo de sustraerse a las degradantes y a veces brutales condiciones de vida de la población reclusa en general. Y aunque a lo peor no falte algún ex preso político que lleve su aristocrático vanguardismo hasta el inverosímil extremo de considerar que lo injusto era sólo verse reducido a la justa existencia infrahumana de los fuguistas en las galerías de seguridad, lo más probable es que los antiguos condenados por su oposición al franquismo guarden una horrorizada memoria de los patios y de las celdas, de los ranchos y de las heladas, de la disciplina y de los malos tratos, de los locutorios y de la correspondencia censurada de las cárceles que cobijaban, en pie de sórdida igualdad, a los presos de distinto origen.

En alguna ocasión hemos señalado que la mala conciencia sobrecompensada puede llevar a aberrantes conclusiones sobre las relaciones entre el cuerpo de la sociedad y las instituciones estatales, por un lado, y los ciudadanos que infringen las leyes y las normas de convivencia, por otro. Desde la idealización de los delincuentes como equivalentes contemporáneos del buen salvaje o último reducto de las fuerzas de la negatividad contra un sistema de opresión, hasta la exigencia de la inmediata desaparición de las instituciones represivas, algunos críticos del sistema penitenciario han debilitado las razones de su causa con energumenismos teóricos o maximalismos reivindicativos. Nada más fácil entonces para los carceleros que rechazar en bloque todas las protestas y todas las denuncias con el cómodo y cínico argumento de que algunos denunciadores del régimen carcelario español dicen bobadas o piden imposibles. De ahí a la justificación, también en bloque, del sistema penitenciario en su conjunto no hay mas que un paso. Lo que inevitablemente conduce a la negación de los derechos ciudadanos del delincuente e incluso a la puesta en duda de su condición simplemente humana y a la sospecha en la abyecta tradición lombrosiana de que tal vez pertenezca a otra especie.

Y, sin embargo, el condenado por infringir el Código Penal español es un hombre o una mujer formado del mismo barro que los magistrados que lo sentencian y que las gentes que exigen mano dura a nuestros jueces y funcionarios de Prisiones pero salen horrorizados de la sala donde se proyecta una película en que unos carceleros turcos maltratan a un muchacho norteamericano. Y es también un ciudadano cuyos derechos pueden quedar recortados, pero nunca abolidos y ni siquiera limitados más allá de lo que la reclusión forzosa exige. Da cierta vergüenza recordar algo tan obvio como que un delincuente sigue siendo un compatriota de nuestra misma especie y un ciudadano amparado por nuestra Constitución. Pero la atroz campaña de algunos medios de opinión y grupos políticos, la atizada hostilidad de amplios sectores sociales a los que el miedo hace temibles, y la ceguera y sordera, reales o fingidas, de las fuerzas liberales y democráticas hacen inexcusable repetir tales obviedades. Al igual que señalar que algo tienen que ver el hambre, la marginación juvenil, el desempleo y las artificiales expectativas de la publicidad consumista con los delitos contra la propiedad; y las frustraciones de todo orden y las películas y telefilmes de violencia, con la agresividad implícita en los delitos contra las personas. En lo cual, evidentemente, alguna cuota de responsabilidad colectiva nos corresponde a todos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

La designación del señor García-Valdés como director general de Instituciones Penitenciarias despertó grandes esperanzas hace más de un año. Su airada reacción, apenas embridada, ante las denuncias formuladas por un grupo de abogados contra el régimen de la prisión de Herrera de la Mancha lleva, sin embargo, a la apenada conclusión de que resulta preferible asignar papeles tan duros como el que le ha correspondido en el reparto a actores veteranos y dotados de la humanidad que transmite el escepticismo y el conocimiento de la vida, que a jóvenes inflamados de celo apostólico, pero demasiado propensos a olvidar que en un drama es el personaje, y no el hombre que lo representa, el sujeto que habla y actúa. Porque el resultado de esa confusión entre el papel y el actor puede llevar al catastrófico resultado de que la subjetividad del segundo no asuma la objetividad del primero y, creyendo que la domina, termine ejerciendo su función con mayor dureza, fanatismo, buena conciencia y autocomplacencia que un simple profesional de ese oficio.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_