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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Sobre la violencia

Ejemplos de violencia política no escasean a lo largo de la historia. La violencia política no la han inventado nuestros coetáneos. Pero en los últimos años ha parecido hacerse particularmente notoria bajo la forma del titulado «terrorismo»: una o más personas caen muertas a balazos disparados a todo correr o desde un puesto escondido e inmediatamente desocupado; explosiona una bomba en un coche y hace pedazos a sus ocupantes; explosiona otra bomba en un local público y hay una larga lista de muertos y heridos. Es frecuente que un determinado grupo con una determinada filiación política se haga responsable de alguno de esos actos de violencia. El acto y el grupo suelen ser objeto de casi unánime repulsa, que varía en grados de intensidad, según la naturaleza del acto: relativamente menor en el primero de los tres casos citados; muy acentuada en el último caso. La violencia en general, y la violencia política en particular, son casi universalmente condenadas y se las considera totalmente injustificadas.¿Hay razón para esta actitud de repulsa? Creo que la hay. El contexto dentro del cual se han venido llevando a cabo actos de la naturaleza indicada los hace, sin más, reprobables.

De esto a concluir que todo acto de violencia política es condenable e injustificable no va sino un paso, y es un paso que a las personas de naturaleza pacífica y propensión razonable nos es muy fácil dar. Hay muchas razones que abonan la tesis según la cual la violencia de cualquier clase y, por tanto, también la violencia política, y específicamente el terrorismo, son imperdonables.

Ahora bien, por razonable y pacífica que sea una personal pero especialmente si es razonable, no podrá evitar preguntarse si hay o no algunos casos en los que la violencia es «explicable» en el poco preciso, pero suficiente, sentido de ser a la vez comprensible y admisible.

Consideremos uno.

Por los testimonios de los sobrevivientes, por los documentos conservados, por las propias declaraciones de algunos de los que actuaron de verdugos y se excusaron más o menos torpemente bajo la rúbrica cubrelotodo de «cumplir órdenes.», sabemos que durante demasiado tiempo hubo en Alemania campos de concentración, algunos de ellos destinados a servir de rápido paso para los campos de exterminación y los crematorios. En éstos perecieron millones de judíos y posiblemente centenares de miles de no judíos: los primeros, en aras a la famosa «solución final»; los segundos, en aras a un escarmiento que debía servir para convencer a todo el mundo que había una, y sólo una, raza maestra en el mundo y que todos los demás tendrían que subordinarse a ella.

Reconstruyamos brevemente la escena tantas veces repetida. Llegan los ya diezmados, en vehículos siniestros. Se los distribuye en dos grupos: hábiles e inhábiles. Los hábiles son los que tienen suficiente fuerza física para trabajar hasta la extenuación durante dos, tres, cuatro meses antes de pasar a la región de los inhábiles. Los inhábiles, desde que han llegado al campo, o los hábiles, desde que han dejado de serlo, son formados en grupos. Se les obliga a practicar todas las operaciones necesarias con el fin de poder entrar, limpios de ropas y hasta de dientes de oro, en los crematorios. A las órdenes de los líderes y sublíderes de la raza, maestra van ocupando lo que, al principio, parecía todavía poder disimularse como una sala para duchas colectivas, pero que muy pronto reveló su naturaleza letal. Se cierran las puertas. Se abren las espitas. Sistemáticamente, ordenadamente, se van perpetrando todos los actos que han recibido el nombre de «el holocausto».

Supongamos ahora que en algún momento de esta perversa serie de acontecimientos, algunos de los victimarios decide rebelarse. Sería risible pensar que podrían hacerlo a base de manifestaciones, gritos de protesta y peticiones de clemencia o justicia. La única posibilidad que tienen las presuntas víctimas es apelar a algunas de las mismas armas que están usando los verdugos. No al mismo sistema -cosa muy distinta-, sino a los mismos o similares instrumentos -incluyendo lo que, de hecho, se dio algunas veces: una fuerte organización que debía permadecer en la clandestinidad-. Si los rebeldes de que hablamos acaban por tomar, por asalto, los fusiles de sus guardas, por matarlos y por poner sitio al cuartel en que se alberga el obenführer de turno, ¿quién va a reprochárselo? Si logran penetrar en el cuartel y despachar al otro mundo al susodicho obenfúhrer y a sus secuaces, ¿quién va a reprochárselo? Si, lanzando la imaginación al vuelo, suponemos que toman posesión de vehículos y armas, se visten con los uniformes de sus exterminadores, penetran en Berlín y practican con el führer la misma operación que habían practicado con los que «se limitaban a cumplir órdenes», ¿quién va a reprochárselo? Lo más probable es que, de suceder tal cosa, los que luchaban contra un régimen tan perversamente violento hubiesen acudido en ayuda de los rebeldes -y que, de no haber acudido en su ayuda, hubiesen podido ser denunciados como aliados, por maquiavélica que fuese la alianza, de las mismas perversas potencias contra las cuales luchaban.

El caso citado es relativamente sencillo, y salvo por parte de grupos que representan actitudes políticas casi patológicas, no hay sobre él desacuerdo. Creo que no lo habría tampoco en casos de respuesta violenta -y, debe agregarse, provisional y proporcionada a la injuria- & actos que sugieren inmediatamente palabras como «inhumanidad», «crueldad extrema», «vandalismo», «genocidio», etcétera.

Hay otros casos en los que puede no haber un consenso tan general o casi general. Se ha expresado a menudo sorpresa ante el siguiente hecho: los mismos que aplaudieron, aunque fuese en privado, la operación llamada «Ogro», han condenado enérgicamente operaciones de factura similar y, por añadidura, llevadas a cabo por grupos afines. De ser consistentes consigo mismos, ¿no deberían aplaudir también, o por lo menos, condonar, estas últimas operaciones? ¿O deberían repudiar la primera tan a rajatabla como las subsecuentes?

La cuestión no es nada fácil -y eso explica que las más de las veces se la pase simplemente en silencio.

Personalmente, yo preferiría que, antes de ejecutarse ninguna operación de la naturaleza indicada, se agotaran todos los expedientes necesarios aun a riesgo de perder a veces la paciencia (en Birkenau, por supuesto, no se podía agotar ningún expediente, porque no había la menor posibilidad de expediente). Hay, en política, una maniobra que se llama «saber esperar» y que a veces da resultados muy satisfactorios (piénsese en «saber esperar» como una de las virtudes exhibidas por don Juan Carlos). Pero, desde luego, no estoy nada seguro de que, en el caso que me ha ocupado últimamente, se hubiera podido esperar o no, ni estoy seguro tampoco de que las posibilidades que algunos tenían de saber esperar no estaban fundadas en gran parte en el hecho de que otros no hubiesen esperado. De modo que seguimos un poco a oscuras, salvo por la pequeña luz que arroja una cosa muy tenue e impalpable que se llama «contexto histórico» -acerca del cual, por lo demás, sólo cabe un juicio definitivo cuando se ha cumplido- En virtud de esta pequeña luz se puede responder a las preguntas: «¿Hubiera sidojustificada la violencia contra los asesinos de Auschwitz y Birkenau?» «¿Son justificados los actos de terrorismo que se están cometiendo en España desde que se ha podido haMar, sin que sea una completa farsa (y con todos los "mases" y "ménoses" que se quiera) de cambio?» «¿Estaba justificada la "operáción Ogro"?», de los siguientes modos. A la primera cabe la respuesta sí. A la segunda, la respuesta no. A la tercera caben una serie de respuestas que se extienden por un arco que excluye por igual el sí y el no y que depende en buena parte, aunque no totalmente, de temperamentos, convicciones políticas, consideraciones tácticas y hasta, como de hecho sucede, del grado mayor o menos de hipocresía que se usufructúe: «Posiblemente, » «¿Por qué no?» «No del todo.» «Quizá.» «No sé.»

Así, sólo esto parece seguro: que la violencia no es justificable dentro de un contexto de tolerancia, y, como apunté en un artículo anterior, de condicencia» -y no se me venga con que puede haber algo así como una «tolerancia represiva», porque si es represiva lo es con todas sus consecuencias, incluyendo la coacción física, con lo cual deja de ser tolerancia-. Es justificable, y aun así, con muchos considerandos, cuando constituye una respuesta sin otra alternativa a una situación en la cual se violan sistemáticamente -en particular, por medios físicos a los que no quepa sustraerse- derechos humanos básicos, sobre todo el derecho a la propia vida.

Como es más fácil determinar si hay o no un contexto de tolerancia que juzgar, si existe o no una situación en la cual el único modo de salir de un estado de violencia es acudir a algún acto violento, resulta que apostar en favor de la no violencia es siempre preferible a apostar en favor de la violencia. Parece razonable, en todo caso, evitar adoptar cualquiera de las dos siguientes actitudes extremas: o propugnar la violencia para alcanzar cualquier fin, incluyendo un fin justificable, sin examinar si hay o no otras alternativas; o aceptar despojarse de las ropas, ingresar en el crematorio y aguardar a que se abran las espitas. Entre estos dos extremos cabe, o esperamos que quepa, muy ancho margen de maniobra.

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