Un lugar de La Mancha
«La Mancha», dice Azorín, «tiene un concepto geográfico, un concepto agrícola, un concepto catastral, un concepto geológico, muchos conceptos. La Mancha es una llanura fragmentaria; primero verde, con los sembrados incipientes; después amarilla, con los trigos encañados; luego parda, con los rastrojos. Esa llanura la estamos gozando desde el tren, desde el automóvil, al penetrar en ella, hasta que llegamos al bien amado Albacete.»Azorín va camino de Monóvar. Todo el mundo cruza la Mancha camino de alguna parte. El mismo escritor traza de la villa un boceto apresurado, perfil de frío y navajas más heladas aún, arrancando del río sus fuerzas colosales. Le llama la atención su maquinismo, su modernidad, su derroche de energía eléctrica. «En la noche», concluye, «un enorme halo resplandece sobre la ciudad.»
¿Cómo vería hoy el filósofo Martínez Ruiz la ciudad? ¿Se detendría al fin en ella? ¿Llegaría hasta su plaza principal abierta de par en par a un cielo de hielo o fuego, según las estaciones? Probablemente el gran amigo de los viejos palacios de las calles silentes y los oficios graves posaría su mirada en la casa de los marqueses de Larios, se acercaría muy quedamente hasta la posada del Rosario o fijaría su atención alerta siempre en la temible cuchillería que aún se esgrime amenazante en los nichos mullidos de las tiendas. Pues nadie más apasionado que él de esta Mancha amarilla y parda, del color de la mies y la estameña, tantas veces surcada por tantos, en galera o en tren para asomarle al mar Mediterráneo. El tiempo, el tren, el coche que todo aquello que no matan acaban por acercar definitivamente, han unido a Albacete y Madrid por razones geográficas y caprichos de las autonomías. Así la villa está a un tiempo muy lejos de la capital y demasiado cerca. Entre Murcia y Madrid, entre las tierras del vecino litoral y las que cubren el duro caparazón de la meseta, la villa ha sido y sigue siendo, más que tierra de paso, paso fervientemente disputado, encrucijada de senderos abiertos a los vientos de la política reciente o la pasada historia. Más allá de su feria, de sus últimos «invasores» que como nuevo y eterno mercado vienen cada semana a ofrecer su alijo de mentiras y verdades, la ciudad respira, pide al cielo reposo y descanso a sus huesos en su parque principal, jardín, refugio, sobre todo, en los días y noches estivales. El jardín tiene hoy ese aspecto decadente que cubrió de ilustraciones las páginas de Rubén, recién venido de América, o los poemas lacrimógeno-amatorios del no menos famoso Amado Nervo. En sus frondas que mienten perdidos paraísos lejos del sol y la calina siguen los viejos dormitando, los jóvenes amando y los rotundos matrimonios pletóricos de prole y satisfacción contemplando estos nuevos tiempos menos rígidos.
Si Azorín, tan amigo de los jardines de España, paseara alguna vez por éste su silencio tan reposado como atento, se iría a topar, más allá de plazoletas y jardines, con un macizo edificio blanco aún más moderno que las casas alzadas en los barrios fronteros. Quien gustaba de lo escueto, sencillo y popular, seguramente se hubiera hallado a gusto entre el público que lo visita los domingos. ¿Se reconocen en sus obras estas gentes?, preguntaría a su otro yo, a ese otro Azorín terco y apasionado que se adivina tras de sus páginas tan mansas en apariencia. Tal vez se reconozcan en las reproducciones de las piezas que volaron hacia Madrid o el Louvre, en las fotografías de paisaj es y cuevas que hablan de otras culturas, en la flora y la fauna de piedra, que anima hoy no la mancha de los campos, sino las grandes salas en penumbra por culpa de un menguado presupuesto. El museo prácticamente lo enseña el director, y un puñado de fieles a sus órdenes que como El Cid y su hueste, camino de Valencia, intenta abrir paso a la cultura, aun a costa de su hacienda particular, por los inciertos caminos de Albacete. El director no es como aquel don Epifanio a quien Azorín visitaba en su piso de Madrid, aquel que se creía cabeza visible de la pinacoteca del Prado, tras haber regido los destinos del Louvre y del British Museum. Aquel, como nuestro manchego universal, tenía llena de fantasías la cabeza y el escritor procuraba no aventárselas porque infeliz aquél que en vida nunca llegue a tenerlas.
Este otro director, en cambio, es amigo de las cosas concretas. Si por un lado le asedian las facturas, por otro le quita el sueño la seguridad de sus colecciones y piezas. Por ello tiene a su disposición un sistema de alarma capaz de detectar la entrada y paso a través de las tinieblas, de cualquier visitante que llegue al local fuera de horas, con santas o dolosas intenciones. El mismo cuenta cómo una vez, en la noche, se encendió la alarma señalando el paso de un gato, a lo largo de pasillos y vitrinas; no se llegó a saber nunca en busca de qué reliquias o antepasados seculares. Pero de todos modos, la alarma bien instalada está, pues el tesoro del museo, la colección que bien justifica un viaje, es, por encima de Iberia, Roma o el gótico, la colección de Benjamín Palencia. Desde los campos de la Mancha y Castilla a los paisajes de Vallecas, el primero de nuestros pintores contemporáneos está allí, en su impresionismo, en sus figuras y bodegones iniciales para llegar hasta la alegre violencia del color, maestra y precursora de tantas nuevas generaciones. Allí está su obra al alcance de todos, en dibujos, óleos, gouaches, trasformada y a la vez definitiva, en desnudos rotundos y asombrados zagales, en tierras y gentes donde asoma sus postreros flecos el perfil escondido de una raza.
Dice Azorín que en la noche se ve como un halo sobre la ciudad. Debe ser esa luz que da el pintor a sus paisajes, reverbero genial a un tiempo de la Mancha y de Castilla porque, según parece, hace unos días el sistema de alarma del museo se iluminó de madrugada, avisando la entrada de un nuevo visitante. Seguramente se trataba de José Martínez Ruiz, recién llegado del más allá de su Monóvar natal, más atento que nunca, alerta como siempre, dispuesto a contemplar los cuadros de Benjamín Palencia.
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