La extraña aventura de Chefid Mohamed
Cheikj Mohamed Salah, veintiocho años, fue, sin quererlo, coprotagonista de una extraña aventura: una especie de niño Plus Ultra, enrolado a la fuerza en un viaje de Dajla (Villa Cisneros) a Rabat para rendir pleitesía al rey Hassan II de Marruecos.De la aventura de Cheikj Mohamed ha quedado constancia documental: él formaba parte de la muchedumbre jubilosa que manifestaba su contento por encontrarse con Hassan.
Cheikj era un modesto oficinista de la Administración española de La Güera (Sahara), en la época colonial. Hasta hace un mes vivía en Dajla, una ciudad que se ha ido despoblando durante la guerra. Sus 4.000 habitantes civiles de 1975 son ahora tan sólo unos trescientos.
El día 7 de agosto, a las seis de la mañana, Cheikj escuchaba unos golpes en su puerta. Horas antes, los marroquíes habían llegado a Dajla y doblaban su presencia militar, hasta entonces compuesta por 4.000 soldados. Marruecos se hacía cargo de la zona sur del Sahara, recientemente abandonada por Mauritania.
Los hombres que llamaban a las puertas de casa de Cheikj eran precisamente soldados marroquíes. Lógicamente, Cheikj sintió miedo. En Dajla eran conocidas sus simpatías pro Polisario y había tenido ya varias veces la oportunidad de ver la cárcel por dentro.
El hombre que llamaba a la puerta era el propio comandante Badredin, responsable de las fuerzas marroquíes estacionadas desde hacía tres años y medio en Dajla. El día antes, los militares marroquíes fueron registrando casa por casa y les habían hecho participar en una manifestación espontánea de recibimiento de las autoridades marroquíes que llegaban a la ciudad. Esta vez, Cheikj se encontró de nuevo dentro de un grupo de cien personas, casi todos los saharauis adultos que estaban en Dajla. Esta vez, también, iban camino del aeropuerto. «Vais a ver al rey», escuchó.
Todo fue muy rápido, y aun hoy, mes y medio después, los recuerdos de Cheikj parecen comenzar en el momento en que se encontraba ya dentro de un avión, camino a Rabat.
Ya en la capital de Marruecos fueron conducidos a unos jardines situados enfrente del palacio Real. Allí, el ministro del Interior en persona, Driss Basri, les dio la bienvenida. La vigilancia armada era abundante.
Cheikj se encontró con lo que sería su vivienda durante varios días: una tienda de campaña que pretendía semejarse a la característica jaima saharaui. Dentro, unas inmensas teteras y unos grandes vasos en los que los sorprendidos saharauis se sentían incapaces de preparar el té. «Nunca he visto una tetera tan grande. Harían falta dos hombres para levantarla. Así no se puede preparar el té. No sé cómo se las arreglan los marroquíes...», recuerda Cheikj. Resultado: Cheikj y sus compañeros tuvieron que prescindir del té.
Al día siguiente, los saharauis recibieron una visita. Unos hombres con chilabas entraron en la tienda y se pusieron a leer el Corán. Los saharauis tienen fama entre los marroquíes de piadosos y alguien, sin duda, consideró de buen tono unas horas dedicadas a la mística. «Así se pasaron varias horas. No sé por qué. Era raro, ¿como si nosotros no conociéramos el Corán?», recuerda Cheikj.
El día 9 fueron llevados a ver la tumba de Mohamed V. A la salida, los marroquíes, haciendo gala de conocer el typical Sahara, sacrificaron un camello. « Fue horrible, lo que chillaba aquel animal... Esa gente no tenía ni idea de cómo había que matar un camello», critica Cheikj.
Las horas fueron pasando lentamente: estaban en una tierra extraña, fuertemente vigilados, sin nada que hacer y sin posibilidad tan siquiera de preparar el té. Decididamente, no se sentían capaces de manejar aquellas grandes teteras. Por fin llegó la hora. Alguien llegó y les dijo: «Vais a palacio. Os va a recibir el rey. »
A la entrada de palacio tuvieron que pasar por un arco detector de metales, como los que existen en los aeropuertos. Sonó la alarma varias veces. El aparato no había previsto que los saharauis se recogen el darrah (túnica) con broches y que algunos de ellos fuman en pipas metálicas.
Durante tres horas esperaron a Hassan. Detrás de cada saharaui había un policía. Al fin sonaron trompetas y tambores y apareció el rey, que iba acompañado de su hijo Mohamed.
Ahmed Uljabibulah, un cadí (juez), viejo, alto y adornado por una espesa barba blanca, fue el encargado de leer el discurso. El viejo Ahmed llegó a Dajla con los ocupantes mauritanos. «Nunca le habíamos visto antes de 1975. No sé a qué tribu pertenece», dice Cheikj.
Después del discurso, habló el rey. Al final, y en un gesto ensayado varias veces durante las tres horas de espera, los saharauis se inclinaron y dijeron: «Que Dios aumente la vida al rey.» Cheikj parece contagiado del escepticismo de los antiguos colonizadores españoles cuando concluye: « Bien visto, a mí me daba igual decir una cosa que otra. »
Después de la ceremonia se repartieron fusiles ametralladores sin cargador, que, una vez que se marcharon el rey y los periodistas, fueron rápidamente recogidos personalmente por el coronel DIimi, brazo de hierro de Hassan II.
Un día después volvieron al palacio para asistir a una cena. Nuevamente, el mismo control, la misma vigilancia y semejante espera... Superado el procedimiento previo, los saharauis fueron conducidos a un gran salón, en el que había unas grandes mesas rebosantes de té, dulces, leche y caramelos. «Va a ser una recepción increíble. Ni los más importantes jefes de Estado han podido ver esto», decía el gobernador marroquí de Dajla, en funciones de cortesano.
La ceremonia fue rápida. Llegaron los dos hijos del rey, saludaron y, una vez que se hubieron ido, alguien gritó a los saharauis: «Váyanse.» «No pudimos tocar nada», recuerda Cheikj, aún con la nostalgia del festín perdido.
Al día siguiente, última jornada de la aventura, cada uno de los saharauis recibió mil dirhams (unas 15.000 pesetas) de regalo y marcharon después al zoco a hacer compras. Los ingenuos y generosos saharauis sucumbieron ante la picaresca mendicidad: buena parte del dinero se convirtió en limosnas.
Horas después, a las tres de la madrugada, fueron despertados y enviados al aeropuerto. Nadie les despidió. A la llegada a Dajla tampoco había nadie para recibirles.
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