Moral civil
En el curso de una cena amistosa, el tema de la asistencia médica, tan necesitada en España de reforma solvente, ha puesto sobre la mesa otro, mucho más amplio y fundamental: el de nuestra moral civil. Por muy solvente que en el papel sea una reforma parcial de la vida pública, ¿podría ser realmente eficaz, si no reposara sobre una moral civil sólida y sana?Llamo moral civil a la que, cualesquiera que sean nuestras creencias últimas, una religión positiva, el agnosticismo o el ateísmo, debe obligarnos a colaborar lealmente en la perfección de los grupos sociales a que de tejas abajo pertenezcamos: una entidad profesional, una ciudad, una nación unitaria o, como empieza a ser nuestro caso, una nación de nacionalidades y regiones. Sin un consenso tácito entre los ciudadanos acerca de lo que esencialmente sea esa perfección, la moral civil no parece posible; imagínese lo que desde el punto de vista del decoro urbano sería una sociedad en la cual, valga tan trivial ejemplo, una parte de sus miembros considere un deber la limpieza de las calles, y a otra le importe un bledo tal limpieza. Se me dirá que la ausencia de dicho consenso puede ser en ocasiones debida, no a la discrepancia entre los exigentes y los negligentes, sino a la colisión, entre dos modos distintos de entender la moral civil, tales como el puro liberalismo y el socialismo puro; pero cuando la colisión no llega a ser guerra civil abierta -Marx no entendió la lucha de clases como guerra civil-, alguna coincidencia moral habrá de existir entre los que así se enfrentan. No exento ninguno de lacras, ahí están los países que hoy forman la van guardia histórica del mundo.
Vengamos ahora al nuestro, y preguntémonos si la moral civil de los españoles permite que los proyectos para la reforma de nuestra vida pública, sea su materia política o fiscal, educativa o sanitaria, alcancen en medida suficiente la meta que se proponen. Dé cada cual su propia respuesta. Dolorosamente para mí, la mía debe decir: no. En virtud de una serie de razones, entre ellas la seudocristiana y tenoriesca confianza en la virtud salvífica del «punto de contrición», en la sociedad española no ha cobrado vigencia suficiente la moral secular que desde.que se inició la desacralización de la vida histórica se ha ido constituyendo en las sociedades de Europa y América; y sin la expresión civil de esa moral secular, dígaseme cómo las leyes civiles, aun siendo muy aceptables por su intención y su contenido, pueden convertirse en costumbre arraigada. ¿Por qué la protección arancelaria ha hecho tan discutible la calidad de tantos de los artefactos'que en España se fabrican? ¿Por qué la asistencia médica que presta el Seguro Obligatorio de Enfermedad no es la que podría y debería ser? Sólo por esto: porque nuestra moral civil no es satisfactoria.
Cuatro son, a mi modo de ver, las reglas cardinales de la moral civil: la decencia administrativa, -la ejecución correcta del trabajo asalariado, la honestidad fiscal y la moral de casino. Desde el ministro cuya firma puede movilizar millones hasta el agente de la recogida de basuras, todos somos administradores de una parte del erario público y a todos debe llegar la regla de la decencia en nuestra gestión. Salvo algunos creadores escoteros, pensadores o artistas, y un reducido grupo de profesionales libres, todos percibimos un salario por nuestro trabajo y a todos nos alcanza el deber de realizarlo sin trampa. Sobre lo que en materia fiscal es deshonesto, poco hay que decir. Y sin lo que cierto español ingenioso llamaba «moral de casino», esto es, sin el conjunto de los hábitos en cuya virtud es posible la convivencia cortés, ¿llegará a ser cotidianamente moral la conducta de una sociedad? También la moral civil tiene sus virtudes menores, y de estas debe estar hecho el entramado de la vida diaria.
Nunca muy boyante en España, donde tan frecuentemente han coincidido el heroísmo hacia la utopía con la incuria o el picarismo en la conducta cotidiana, la moral civil ha sufrido un serio quebranto durante los últimos cuarenta años. No otra podía ser la consecuencia de un sistema político-social al que tan medularmente perteneció esta regla tácita: «No te metas en tales y tales cosas (las tocantes al poder) y, mientras no seas públicamente escandaloso, haz en tu oficio lo que quieras.» Dos rápidas preguntas: con buena moral civil, ¿cuánto habría costado la índustrialización consecutiva a 1945?; ¿cuál sería la calidad real de sus productos? Pero yo no pretendo ahora someter a juicio sumarísimo los entresijos del inmediato, pasado, aun cuando crea que esto debe hacerse con todo rigor, sino, con sólo las modestísimas e inocentes armas del predicador callejero, proyectar con seriedad el camino hacia nuestro inmediato futuro.
Varios enormes problemas, todos tan graves como urgentes, tiene hoy planteados España: el terrorismo, el paro, la crisis económica, el asentamiento de los Estatutos de autonomía. Con ellos, otros menos aparatosos, pero no menos ineludibles: el desarrollo orgánico de la Constitución, las reformas sanitaria y educativa, la política científica, la perfección de la reforma fiscal, la ordenación del mundo laboral. Aceptemos que en el curso de un par de años todos ellos, mal que bien, son resueltos o quedan encauzados. Pues bien: sin una reforma a fondo de nuestra moral civil según las cuatro reglas antes apuntadas, yo me atrevo a anunciar que la expresión «en este país» no habrá desaparecido por completo de nuestro lenguaje coloquial y crítico. Y un buen calafateo de esa moral sólo puede ser conseguido -cuando en los problemas sociales se toca fondo, es inevitable ser ingenuo- mediante tres recursos: la educación, el ejemplo y la tenacidad.
Que yo recuerde, dos han sido las máximas tentativas para la educación civil de la sociedad española: en el siglo XVIII, la que conjuntamente protagonizaron nuestros ilustrados y las enternecedoras Sociedades de Amigos del País; en el filo de los siglos XIX y XX, el admirable conato de la Institución Libre de Enseñanza y el brillante esfuerzo europeizador de la que, para entendemos pronto, bien podemos llamar «generación de Ortega». El último Carlos IV y todo Fernando VII pres ¡dieron el fracaso de aquélla; la guerra civil de 1936 a 1939 selló el fracaso de ésta. ¿Por qué uno y otro fracaso, y por qué tan patéticos los dos? ¿Acaso porque nuestro «macizo de la raza» es radicalmente íneducable? No. La respuesta, tíiste, desde luego, no tiene por qué ser desconsoladora. Fracasaron ambas porque la reforma de la moral civil de una sociedad nunca tendrá buen éxito sin una empeñada y tenaz intervención del Estado, de las minorías gobernantes, y en España nunca el Estado y los Gobiernos se han propuesto con lucidez y severidad esa exigente empresa ejemplafizadora y educativa. Más aún: cerrando los ojos ante el picarismo y la mangancia de tantas de nuestras gentes -populares unas, bien situadas otras-, no pocas veces han ahuecado la voz exaltando nuestras «viejas virtudes nacionales» o proclamando nuestra condición de «reserva espiritual de Occidente». ¿Tendremos los españoles Gobiernos, este y los que le sucedan, que, sin mengua de atender con eficacia a lo que vaya siendo urgente -terrorismo, paro, crisis económica, estatutos...-, sepan refórmar con acierto la deficiente moral civil de nuestro pueblo? Si no es así, amigos -decía yo a quienes conmigo, a la orilla del Guadalete, hace unos días, cenaban-, preparémonos a que nuestro país sea de por vida coto de «reservas espirituales», solar de «revoluciones pendientes» y permanente semillero de «expedientes a corto y medio plazo». Lo que muchos, yo entre ellos, de ningún modo queremos aceptar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.