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Muere el Casino de París

El célebre Casino de París, que desde hace cerca de un siglo ha sido el templo de las revistas de gran espectáculo para los franceses y para los turistas del mundo entero que llegan a la capital francesa, podría cerrar sus puertas definitivamente. Su actual propietario, Jean Bauchet, se declara agobiado por el coste insoportable de este tipo de espectáculos, y para mantener abierto el Casino exige una reducción sustancial de los empleados, a la que se oponen los representantes sindicales. Nuestro corresponsal en París, Feliciano Fidalgo, subraya la emoción producida por la noticia en el país vecino y recuerda algunas efemérides del Casino.

Tout fout le camp en France (todo se va al carajo en Francia), lamentaban ayer las columnas de la prensa parisiense. Y no es para menos: hace aún pocos días, los sabios del país concluyeron que el pájaro supersónico Concorde no servía para nada, o casi, salvo para malgastar la pasta. Ayer mismo, otro vestigio de esplendores pasados, el barco de lujo Le France, deja de llamarse así y se bautizado Noruega por idéntica razón. Anteayer, el último emperador que les quedaba a los franceses, Bokassa I, al que coronaron amorosamente hace sólo dos años con toda el alma (y con cien millones de francos, que se les habían suplicado a los contribuyentes), se descubrió que era un hijo de sus asesinatos.Y como tres desgracias no vienen nunca solas, en el mismo momento se anunció el cierre del Casino de París. Fue un momento malo, muy mato. Los gemidos que siguieron a la noticia brutal fueron como una misa de difuntos erótico-comercial-cultural. «Esto es imposible», exclamaba un diario popular, «ahora que el Casino parecía como nunca una etapa indispensable para los turistas, igual que el Louvre, Notre Dame y la Torre Eiffel». El cantor heroico de la Francia francesa, burguesa y universal, es decir, el diario Le Figaro, se desahogaba a todo trapo: «Le France (el barco) se nos va a Noruega; las luces del Casino de París podrían apagarse: el mundo, cada día, es un poco más triste.»

EL PAÍS, por su lado, interrogó inmediatamente a la vedette del Casino, Line Renaud, de 65 años: «Suprimir el Casino es privar a Francia de champán, lo cual querría decir que es privar a Francia de la única levadura revolucionaria que le queda en el cajón (sólo Marchais y Mitterrand dirían lo contrario, porque se han empeñado en romper el capitalismo, pero nada más).

Lo cierto es que si el Casino de París baja la trampa, los viejos y jóvenes verdes, hembras y machos, del mundo entero van a pagar el pato. El Casino de París es la primera entidad supranacional, a escala universal, que, en esta cosa del pecadillo sexual de tercera regional, constituye sin duda alguna el precedente más chanchi de lo que un día será la Europa sin fronteras y sin capitalistas, que decían los trotskistas en los últimos comicios europeos. Todas las generaciones de lo que va de siglo, chicos inocentes (acompañados por sus padres), paletos de toda la escala social, pasotas y hippies de todos los meridianos han hecho la cola (2.000 pesetas la entrada actualmente) para, unidos como un solo ser humano, reprimido y buenecito, vivir las emociones... de una revista panorámica, oficiada por una señora-bomba que, a lo largo de los años, se ha llamado Mistinguet, Josefina Baker, Damia, Line Renaud, u oficiada también por un «gran hombre» (Chevalier, Tino Rossi), y siempre apuntalada por esos acólitos, juncos celestes, bellezas verticales, coristas, remedo tonto de todas las orgías posibles.

Los monstruos sagrados, las chicas, los palacios orientales, el lujo, los caballos en escena, las tempestades de nieve (de verdad), toda esta máquina de fabricación de sueños de recambio que inventó el Casino de París vive posiblemente sus últimos días. El propietario ha sido tajante: «O los sindicatos me permiten licenciar a los 140 asalariados del teatro, o a ellos y a los artistas los echo a la calle y, para Nochebuena, invento otra revista menos costosa.»

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