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Los dos viajes y la verdadera amistad

En el mismo momento en que Suárez descendía del avión, estaba yo pensando ayer en la necesidad de comprarme un canario capaz de predecir los terremotos. Y olvidarme así, titi, de ti y del agostado remolinillo en bote. Por mí, cuelga. Ya crecerás en soledades vanas. Rama-lama-ding-dong: peras al olmo. Mientras tanto, recuerdo que, hace ahora diez años, estuvimos e Woodstock. Sí, lo recuerdo ahora, comiendo huevas a la vinagreta, mientras oigo que un niño de ojos muy azules dice: «Mamá, ésta me ha llamado mongolo.» Todos, todos tenemos nuestro álbum tirano de colorines quebrantados. Cambian sólo, doncella ofendida, los ramalazos turbios de la testuz: el cromo aquel de El Litri contra un cartel de Patti Smith. A mí, que me registren: yo soy rasta. Farina, abuelo, ¡cómo nos lo montan! A Carmina Ordóñez y a ti. A Paquirri y a mí. A Lolita y a Antonio Arribas. A Blas de Otero y a Magritte. A María Laura, María,Emilia y María Eugenia. A Iñigo y a Clavero Arévalo. A Bárbara Rey y al negro zumbón. Remolino agostado de Madrid: 60.000 toneladas de basura por mes. Basura limpia y apacible, propia para el esparcimiento, el paseo tranquilo y el sosiego del espíritu. Así se habla, profesor. Rama-lama-ding-dong. Te quiero.En el mismo momento en que Suárez descendía del avión, una nube de fuego estalló rodando a través del abismo, ennegreciendo todo lo que se encontraba debajo, de modo que el fondo del abismo oscurecióse como un mar de tinta china y se agitó con un terrible fragor. Surgió la forma de una serpiente escamosa. Comprendimos que aquello era la cabeza de la democracia, por haberla ya visto retratada en las páginas amarillentas de El Imparcial. Tenía, como la del tigre de Borges, la frente surcada de estrías de color verde y púrpura. Pronto vimos sus fauces y sus rojas agallas, que colgaban sobre la espuma enfurecida, tiñendo la negra profundidad con rayas de sangre.

En el mismo momento en que Suárez entraba en la Moncloa, mi Ínigo William Blake trepó con ritmo memorable desde su sitio habitual hasta un campanario. Me quedé solo, como tantas veces. La visión se desvaneció, pero me encontré sentado sobre la amena orilla del lago de la Casa de Campo, al claro de la Luna, escuchando la voz de Encarnita Polo, que cantaba: «¡Ay, mamá Lola, dímelo tú!» En seguida di un brinco y me fui en busca del campanario, donde encontré a William, que, sorprendido, me preguntó cómo había logrado escapar.

Respondí: «Todo lo que hemos visto provenía de tu delirio, porque, después de tu huida: me hallé a orillas de un lago, al claro de Luna, oyendo a una cantante. Pero ahora que hemos visto mi mala suerte, al caer en una ciudad con amenazas de bombas, raptos, violaciones, atracos, navajazos y toneladas de basura, ¿puedo mostrarte a su vez la tuya?»

Mi proposición le hizo reír. Más yo, de pronto, ni corto ni perezoso, le estreché en mis brazos y volé tanto, a través de la noche, que nos elevamos sobre la sombra de la Tierra. Me lancé al cuerpo del Sol. Rama-lama-ding-dong. En ese momento me desperté, totalmente empapado de sudor.

Cuando Suárez me llamó para que le explicase el más que escurridizo significado de esta visión amenazante, ¡oh, lector!, tuve así que decirle: «Mi presidente, los dos hemos viajado. Eso es todo.» Abultando el carrillo derecho con la lengua, Suárez sonrió graciosamente, poco antes de añadir: «Yo no me opongo a ningún viaje. Sin embargo, el tuyo me parece que es puro fruto de tu fantasía para oponerlo al mío. Columna contra columna, que diría Peridis por mi boca.»

Mi remate fue regio: «La oposición constituye la verdadera amistad.»

Ojalá que se lo cuente a Abril.

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