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El cuento de nunca acabar

Ayer noche salí a dar un paseo por la céntrica zona de Callao. El cielo estaba despejado, y la luna, más misteriosa y pálida que en tiempos del franquismo, rivalizaba con la cara de Amparito Rivelles. En la calle de la Montera, siete amigotes discutían alrededor de una mujer inmensa. A mí, la nostalgia y el muermo que produce la-horchata-a-toda-vela me llevaron a la calle de Hortaleza. Al fin, empecé a tener sed de nuevo y entré en un café, frecuentado por portugueses, para pedir un vaso de leche con menta. Salió un anciano, que debió tomarme por sospechoso: guripa, ratonero o novio de la muerte. Le dije lo que quería, pero ni topu-caso; empezó a sonsacarme, como en aquel relato de Novalis, durante la estación que quiso. Hablamos de los pases vistosillos de Cunningham, del divorcio de Paco España, del ojeroso ginecólogo Casanovas, del Estatut del SEU/Sau, de las armas poéticas de Barreiros, de los nudistas detenidos en San Sebastián antes de que se hicieran la autocrítica, del arrebato de Rojas Marcos a la vuelta de Irán, de secuestros fallidos y de incendios logrados, del incierto destino (besitos) para una tonelada y media de hachís, de cumbres borrascosas despeñadas y hasta de Alfonso Carlos Comín, nuestro gran Graham Greene en el desierto, nuestro futuro Nobel cubano. Por fin, el viejecillo me condujo a una habitación y me preguntó cuál era mi oficio. Dije que periodista, pensando en la Chacel. La estancia, situada detrás del mostrador del bar, estaba llena de libros pornográficos y de la décima edición de Historia mágica de España. Había allí, asimismo, numerosos objetos antiguos. Nos enzarzamos en una larga conversación: me contó muchas cosas de Olga Ramos, Manolete, Sorolla, Falla, Azorín y Azaña. Hasta entonces nunca había oído yo hablar de estas gentes con tan noble pasión. Me pareció como si estuviera en otro mundo, como si hubiera desembarcado en Las Ramblas. Me enseñó sellos grabados en piedras azules y otros objetos artísticos antiguos; e incluso ceniceros, se me olvidaba, pese a mi mala fama en la materia. Después, con emoción creciente, me leyó un hermosísimo poema de Otto von Botenlauben, y de esta forma se nos pasaron las horas cochite hervite. Todavía ahora, mientras escribo estas palabras de madrugada, pienso en aquel loco hervidero de mil extraños pensamientos y sensaciones que llenaban mi espíritu ayer noche. Aquel hombre vivía en los tiempos paganos como si fueran su propio tiempo; había que ver con qué ardor anhelaba volver a aquel oscuro pasado. Tirando del presente, me puse a leer El Viejo Topo, donde una histérica savatermita llora de rabia porque ella quisiera, pero en vano, tenerla también libre y acerada. Y me quedé dormido. Me parecía que estaba en Salamanca y que ahora avanzaba por el puente romano. Iba hacia unas montañas portuguesas, por el lado de Guarda. Cuando llegué a la cumbre de la más empinada, divisé ante mí una hermosa llanura; desde allí dominé todas las ilusiones. Estando en aquella dulce contemplación, se me ocurrió pensar en el anciano que me estaba hospedando aquella noche y me pareció que llevaba ya demasiado tiempo en su casa. Pronto descubrí una escalera de caracol que penetraba en la montaña Y descendí por ella. Al cabo de un buen rato, llegué a una gran cueva. Había allí un viejo, vestido con larga túnica, sentado ante una mesa de hierro, mirando fijamente a una doncella hermosísima, con cierto parecido a Angela Molina, y que, esculpida en el mármol sobrante del Valle de los Caídos, estaba frente a él...Pienso en el resignado lector que hasta aquí haya llegado tosiendo, bostezando, mojando churros fríos en el café con leche. Porque, al final del cuento inacabable, he tenido pavor de estar haciendo nuevo periodismo y, así, se me ha ocurrido preguntar: «¿Qué te parece la parida titi?» La respuesta no pudo ser más clara: «Móntatelo mejor o esta columna va a acabar pronto en manos de la brigada de estupefacientes. »

Ya lo ven: la irrealidad se ha vuelto sospechosa. En Madrid no se puede ni soñar.

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