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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Las termitas en el Senado

Fernando Savater

Lo malo que tenemos los aficionados a las polémicas es que termina pasándonos lo de Mesalina: llega un monento en que ya no podemos elegir con quién acostarnos y caemos con el primero que pasa para satisfacer nuestro vicio devorador. Cuando aprieta el furor uterino de la controversia, todo vale, y uno acaba debatiéndose en el abrazo demoledor de cualquier garañón de la Suburra o tiene que contentarse con las mignardises de algún bufoncillo que quiere probarse a sí mismo que no está tan mal dotado como parece. Este último es ahora mi caso, mea máxima culpa, y así me las tengo que ver con el señor Losantos, por aquello de que en agosto se despuebla la urbe y no tiene uno donde elegir. Bueno, pues como a gran hambre no hay pan duro, trataré de sacar contento de este escuchimizado gladiador que me ha caído en suerte: a fin de cuentas, se trata nada más ni nada menos que del «director de la revista Diwan», luego es un chico que, a su edad, ya tiene hasta tarjeta de visita, adminículo que no deja de ser útil en caso de duelo. De puntería parece andar algo peor, pero eso también llega a aprenderse... si sobrevive uno para contarlo.Se encrespa, para empezar, el señor Losantos de que no haya citado su nombre ni el de la revista que dirige al aludir a sus posiciones en el artículo mío que provoca esta contienda, La cultura española: ¿mito o tauromaquia? Hay para ello dos razones, que le expongo inmediatamente a modo de disculpa por un olvido que veo le ha escocido en su mismísimo... amor propio. La primera, que las opiniones del señor Losantos son tan tópicas, cien veces repetidas por los infinitos españoleadores a sueldo de unos o de otros que hemos soportado durante el último medio siglo, que sólo el revival que Losantos encarna, por razones luego comentadas, podría autorizar que su nombre apareciese firmando dictámenes que en tanto le preceden. No cité el nombre de Losantos, porque su nombre es Legión o, si se prefiere, Todos-los-santos. Y no cité a Diwan, La Bañera, El Bidet y demás ventanas por las que se asoma al mundo la fluida prosa de tal señor porque de cuando en cuando me gusta recordar aquella máxima de Chateaubriand: «Hay ocasiones en que debemos administrar ahorrativamente nuestro desprecio, porque hay demasiados necesitados de él. »

Pero tuve otra razón más poderosa para no airear su nada memorable nombre ni el de sus adláteres, y esta otra razón me parece que hiere en lo más vivo la sensibilidad trepadora de nuestro contendiente. Yo no soy una agencia de colocaciones para material de derribo literario con afán de medro. Comprendo que tal o cual señor que no es nadie -aunque no quiere que su nombre sea Nadie, como el de Ulises- decida por lo menos llegar a ser «ese chico que se mete con Savater»; pero sería demasiado pedir que, además, me dedicara a ayudarle espontáneamente. «El anonimato ... », clama indignado el pobrecillo, «sólo favorece a la mafia de los instalados y perjudica siempre al... público.» No es público lo que quería ahí poner Losantos precisamente, sino «a los que estamos haciendo el meritoriaje». Pero como el resentimiento y la codicia de que le tengan a uno por algo sin molestarse en llegar a serlo son malos consejeros, Losantos se minusvalora. Lo único que ha logrado, precisamente, es formar parte de la mafia de los instalados, publicar hermosas tribunas libres en EL PAIS, salir por televisión y dirigir una revista, amén de haber logrado vender un libro gracias a la publicidad que le dio el que una editorial, en perfecto uso de su derecho de selección, se lo rechazase por malo. ¿Qué otra cosa cree el señor Losantos que hacemos los de la mafia de instalados? Porque esa «otra cosa» -ser autor de mis libros y no de las naderías de Losantos-, esa le está vedada, y por mucho que se enfade conmigo, no parece que tal carencia tenga remedio. Para consolarle, le diré que mi vida tampoco es un lecho de rosas (aunque aún menos una letrina, como la de otros). Losantos me aplica el método generacional (puro noventa y ocho el bendito) para asegurar que, tras haber recibido el halago de mi generación, ahora debo soportar la crítica y la burla de la suya. ¡Llega la hora del relevo y que corra el escalafón! Pues, no, hermano, no: ni halagos de mi generación, que buenos palos nos hemos dado y nos seguimos dando (aunque, por lo general, la gente tiene un poquito más de talla que Losantos, será cosa de la mixtificación progresiva de los sucedáneos de la leche materna), ni temor y temblor ante las fieras hordas de jóvenes impíos que quisiera encabezar el esforzado Losantos. Comprendo que ese mecanismo pudiera beneficiarle, pero todavía no cuela. Además de criticar los toros de antes por afeitados y los de ahora por mansos, el muletilla va a tener que torear y ni le van a dar la cabeza del cartel porque ya llegó su hora, ni la fascinación por los bebésprobeta está tan extendida como para que el respetable le vaya a sacar en hombros a la primera verónica de salón, ni van a faltarle críticos achacosos pero contundentes que te amarguen un poco el camino hacia la gloria. Como puede ir viendo por la de muestra...

Y vamos al tema de España, que es lo que más cuenta para los sufridos lectores (aunque, hipócrita lector, mi semejante y hermano, seguro que tampoco te disgusta asistir a una buena zurra). De la argumentación que yo exponía en mi artículo, Losantos no se entera, con lo que mal podría refútarla. Por lo visto, confía, como siempre suele, en que al público le interesará más la confrontación personal que el intercambio de argumentos y que puede dispensarse de todo lo que no sea repetir otra vez su tan celebrado lanzazo al cerril blasfemador contra Cervantes y eselavizador lingüístico de inmigrantes desvalidos. De ahí prefiere no salir, porque fuera rondan lobos contra los cuales quizá no basten los cuatro chistecitos oligofrénicos que son todo lo que guarda en el zurrón. «¿A quién puede molestar que se ataque la identificación de lo español con lo fascista?», pregunta, encampanado, este Cid de guardarropía. Respuesta: a quien esta cruzada contra una caricatura le parece encubrir el inicio de una nueva caricatura de cruzada. De nuevo se acerca el cortejo y, como vemos al paladín haciendo molinetes contra molinos con su tizona, cabe preguntarse: ¿qué busca ese primavera? Uno, hacerse notar: santo y bueno; otro, castigar a los demonios familiares que se dejen y que, mira por dónde, so n los de siempre: separatistas, izquierda, republicanos todavía no monárquicos, etcétera. Aquí, cada vez que se levanta la veda, se caza lo mismo y los mismos: debe tratarse de la tradición liberal y democrática de la cultura española... (por cierto, cada vez que oigo esa pendejada me acuerdo de la «tradición liberal y democrática» rusa de que hablaba Nabokov). Pero, silencio, que el granadero está empeñado nada menos que en la organización democrática del Estado Español. Renuncia generosamente al Estado del Tremedal, que no hay, pero no al Español, al que da por bueno por la consistente razón de que es el existente. Y si otros, menos resignados o con más tradición peculiar que los coterráneos del señor Jiménez, se proponen cosa diferente, ¡anatema sea! Lo bueno y vigorizante de las autonomías, Losantos nos lo dirá; el Estado posible, que es el que hay, sea nuestro horizonte, que así ya tenemos el ascenso claro y no estamos para aventuras; y la España eterna que no nos la toquen, que siempre viene bien para barnizar con mala retórica la renuncia a todo lo que no sea la pura, simple, timorata y desvergonzada reproducción infinita -tanto práctica como teórica- de lo de siempre.

Acaba Losantos vistiéndome de Don Tancredo y, para que la metáfora nada obvia le funcione, me reprocha verlas venir y dejarlas pasar, en lugar de parar, templar y mandar, como suele ser heroica conducta suya y de su ralea. Le agradezco sin duda el dicterio, pues más bien suelen reprocharme mi afán de estar siempre en el corazón de la lidia y «contra esto y aquello» que la apatía estatutaria. Espero que éste y algún otro tiento que voy a darle próximamente me devuelvan la animación que Losantos me quita, antes de que llegue el toro. A cambio, le regalo otra metáfora: según parece, las voraces termitas, chiquitas pero matonas, se están comiendo el palacio del Senado. ¿Afán de asimilación digestiva de las esencias patrias, atentado contra los estatutos en ciernes, ínfulas de protagonismo sustitutorio o parábola de decadencia? A Losantos le toca decidir, que de termitas sabe más que yo. Por mi parte, para confirmar mi bien ganada fama anglófila -a orgullo lo tengo...-, vaya esta despedida: el resto es silencio.

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