Reflexiones para después de un congreso
Algunos anunciamos que el XVIII Congreso iba a ser el de la continuidad. A pesar de los graves acontecimientos ocurridos, que rompieron cualquier hipótesis que se basase en criterios racionales, el pronóstico no ha resultado tan descarriado: en efecto, el XVIII Congreso ratificó el «marxismo» y el «felipismo» que ya habían caracterizado al XVII. Explosivo resultó tan sólo el que los dos pilares sobre los que hasta ahora se ha levantado el PSOE renovado -marxismo y felipismo- apareciesen de pronto como incompatibles.Se comprende el afán, tanto en el interior del PSOE como en sus aledaños, de quitar hierro al asunto: la situación del país es demasiado dramática para que pueda asimilar un congreso como el celebrado en mayo por el primer partido de la Oposición. En circunstancias todavía tan resbaladizas, la prudencia bien pudiera aconsejar el silencio. Ahora bien, si por evitar echar más leña al fuego, nos callamos los que por profesión estamos obligados a llamar a las cosas por su nombre, únicamente el error y el prejuicio interesado flotarán en el ambiente. Permítaseme señalar dos distorsiones, bienintencionadas y harto extendidas, pero no por ello menos peligrosas en un futuro inmediato.
La primera consiste en tomar la confusión, emocionalidad e irresponsabilidad de que dieron muestra delegados y comisión ejecutiva saliente, como prueba irrebatible de democracia interna. No han faltado los comentarios en este sentido: «por lo menos, el PSOE ha dado al país el ejemplo palpable de un congreso no manipulado, de un auténtico congreso democrático»; «en su conjunto, al último congreso hay que juzgarlo positivamente, como muestra de la vitalidad de un partido que se resiste a cualquier forma de esclerosis burocrática». Este tipo de argumentación confunde, de manera muy española, el desahogo emocional y la falta de rigor y de disciplina como expresión cabal de convivencia democrática.
Dos consecuencias graves se derivan de semejante dislate: en primer lugar, si en el futuro, como muchos deseamos y cabe esperar, no se repiten espectáculos tan deprimentes, no faltarán voces que echen de menos la algarabía del último congreso, quejándose por la falta de democracia interna. Triste sería que el XVIII Congreso se idealizase en el recuerdo como la culminación de la democracia interna. Segundo, con semejante versión de lo ocurrido -un ejemplo de vitalidad y de contestación democrática- se cierra la puerta a cualquier análisis serio. Bien pudiera ocurrir que lo acontecido entre el 17 y el 20 de mayo, más que un exceso de libertad crítica, reflejase carencias importantes de democracia interna. Un diagnóstico acertado en este punto es de la máxima importancia.
Nada parece más peligroso en la actual coyuntura que una idealización del XVIII Congreso. Si lo incluimos en su contexto y consideramos la situación grave por la que pasa el país, así como la enorme responsabilidad histórica que le compete al PSOE en la consolidación de la democracia, las palabras más duras no serían exageradas. La discusión bizantina, adobada con no poca demagogia por ambas partes, sobre si tenía o no que aparecer la palabra mágica de marxismo, y en su caso, en qué proporción, parece ya con la perspectiva de un mes, a todos los beligerantes, absolutamente nimia. Si se presta un poco de atención, no es difícil caer en la cuenta de que, hoy, por hoy, en el PSOE, no está planteado ningún debate ideológico, ya que no existe modelo alternativo a un socialismo reformista que avanza profundizando la democracia. Más aún, en el momento de trazar una política concreta, la línea divisoria no es la de marxistas y no marxistas. Hay planteamientos conservadores que se autodenominan marxistas, mientras que a menudo los no marxistas, precisamente por no moverse en el interior de esquemas prefabricados, son los que, en concreto, defienden posiciones más imaginativas y revolucionarias. A la hora de plantear una política realista, capaz de consolidar un proceso democrático que permita un continuo ulterior desarrollo, poco importa de qué premisas filosóficas se parte, sino a qué conclusiones prácticas se llega.
Si no se dan las condiciones para un debate ideológico, faltos de modelos alternativos, y el PSOE se unifica en su crítica del capitalismo y en el afán de superarlo democráticamente, la peregrina polarización entre marxistas y no marxistas recubre, en el fondo, una polarización de otro tipo. Sería ingenuamente idealista reducir el debate ideológico a su mera dimensión ideológica, dejando de lado las causas profundas que han llevado al PSOE a una polarización tan peligrosa y autodestructiva. La cuestión es compleja y difícilmente admite el tratamiento esquemático propio del artículo de periódico. Sin lugar para la prueba, adelanto la hipótesis de que la polarización que se produjo en el XVIII Congreso, de adhesión o de rechazo total, sin hueco posible para la negociación y el compromiso, responde a un tipo determinado de organización. Mientras que la organización democrática se distingue por la diversidad de centros de poder, implicando, por tanto, la necesidad del compromiso y la negociación para restablecer nuevas formas de equilibrio, los fenómenos de polarización denuncian estructuras muy centralizadas de poder, frente a las cuales no cabe más que la sumisión más absoluta, a la espera de ser cooptado desde arriba en virtud de una lealtad inquebrantable a los que mandan, o la insurrección total e indiferenciada, frente a todo, bueno o malo, que venga del poder establecido. La polarización irracional de que dio prueba el XVIII Congreso, así como su incapacidad de compromiso y de negociación, confirman una estructura centralizada de poder que hace crisis. Lo que en el XVIII Congreso salta en mil pedazos es un modelo ultracentralizado de partido. Conviene dejar esto muy claro a la hora de la reconstrucción democrática
El segundo punto que merece una clarificación es la actitud ética de Felipe González, que, disconforme con la ponencia política, decide no presentarse a la reelección. El desprestigio que efectivamente sufre el partido por el guirigay ideológico, sin la menor relación con los problemas reales de la sociedad española, lo compensa el primer secretario saliente con su actitud gallarda. Por lo menos un miembro ilustre de la mediocre clase política española reconoce públicamente sus errores -véase el discurso sobre su gestión- y, además, llegado el caso, no se pega al sillón. Nadie puede poner en duda la raíz ética del hacer político de Felipe González; pero por otra parte, nada más natural en un militante socialista. El carácter ético en el socialista, como el valor en el militar, hay que darlos por supuestos. Un fundamento ético tuvo la renuncia de Felipe González, como ético fue el impulso de los que defendieron a machamartillo un concepto un tanto primitivo y anticuado de marxismo. En la tradición del PSOE ha prevalecido siempre una actitud ética, y hay que congratularse de que continúe viva. Ahora bien, lo que importa discutir, no es el fundamento ético de la renuncia de Felipe González, sino su oportunidad política.
La cuestión, como la anterior, tampoco admite fácil simplificación. Reconozco la existencia de no pocos argumentos políticos en favor de la renuncia -apoyar con un golpe de efecto el proceso de clarificación ideológica; dar un ejemplo al país de que, en último término, lo que importa es la actitud moral; iniciar un proceso de acercamiento del partido a la sociedad, que en algunas sesiones del Congreso habían llegado a un distanciamiento abismal-, pero ninguno de tanto peso, capaz de justificar una solución tan drástica y cargada de tantos imponderables. Si, por razones exclusivamente personales, Felipe González no hubiera podido aceptar de nuevo la enorme carga que el partido colocaba sobre sus espaldas, hubiera cabido esperar que, con su prestigio fortalecido, hubiera apoyado la candidatura que le pareciese más acertada. Lo que difícilmente puede comprenderse es que, en la situación grave por la que pasa el país, estuviese dispuesto a tolerar un vacío de poder cuyas consecuencias pueden no ser excesivamente serias, pero que en todo caso son imprevisibles. Tal vez al partido le convengan unos meses de reflexión, pero el país necesita todos los días, sin pausa ni censura, un partido socialista responsable y combativo, con una dirección capaz y una estrategia coherente.
Felipe González es uno de los pocos políticos que sabe encajar la crítica, justamente porque es capaz de distanciarse de su papel público, contemplándolo desde fuera. Sus planteamientos estratégicos parecen los únicos formulados con visión de realidad: con temple de estadista, tiene una noción clara de la sociedad en que vivimos, cuáles son sus posibilidades y hacia dónde podemos encaminarnos. Con una extraordinaria capacidad de comunicar con el pueblo, ha fallado, como él mismo ha reconocido, en la comunicación con las bases de su partido, en algunas ocasiones en este último año, y de manera casi trágica en el último congreso. Sus cualidades políticas, su posición en el partido y la popularidad que goza en la sociedad española le hacen insustituible. Dicho esto, que parece plausible, es preciso añadir que el subdesarrollo cultural y político de nuestro pueblo, así como los intereses específicos del llamado «aparato», favorecen la tendencia a sacralizar al líder, poniéndolo en un nimbo al margen de toda crítica. De ahí la urgencia de que en la reflexión que desencadena el XVIII Congreso no se excluya el comportamiento de Felipe González. Y ello desde el convericimiento, ampliamente compartido, de que la única solución posible y razonable pasa por su reelección, pero no como líder carismático de un partido populista, sino como representante de un partido socialista de factura europea, dentro de las coordenadas democráticas correspondientes. No son despreciables los factores objetivos que apoyarían una solución populista, pero tampoco faltan los que en nuestro meridiano se oponen a este modelo de partido. Lo decisivo es tomar conciencia a tiempo de la nueva forma que puede adquirir la todavía subyacente polarización: en vez de marxismo/no marxismo, el nuevo dilema que domine el próximo congreso extraordinario podría consistir en felipismo a ultranza contra antifelipismo visceral.
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