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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La Bolsa y sus confusiones

Que la Bolsa no marcha bien está a la vista, pero sus índices no apuntan necesariamente hacia el Apocalipsis como nos quieren hacer creer las Casandras de turno. Se escribe mucho en la prensa acerca del hundimiento del pequeño ahorro -un toque melodramático es lo que se lleva hoy-, de la crisis económica y de la incertidumbre política. Esto último, sobre todo, es dificilmente explicable, pues parece que estamos condenados por tiempo indefinido a la conservadora y omnipresente UCD. Y como socorrido recurso se acaba siempre haciendo referencia al papel de «indicador de la realidad» que, en, virtud de un viejo estereotipo, se le quiere adjudicar a la Bolsa.Ya he dicho en algún otro artículo sobre este tema que la Bolsa, de ser un barómetro, lo sería de características su¡ géneris. No marca el tiempo que hace, sino el grado de aceptación de éste por parte de los inversores. Es un indicador fácilmente manipulable, sobre todo en países como el nuestro en el que la inversión privada tiene poca fuerza y es el peso de los que podríamos llamar «inversores institucionales» el que hace inclinarse los platillos de la Bolsa. Piénsese que en España más de un 50% de sus recursos económicos están controlados por unos cuantos bancos. Finalmente, se da a menudo el hecho de que la Bolsa, en vez de ser influida por los hechos económicos, actúa sobre ellos, y con resultados fatales las más de las veces.

Sobre la Bolsa abunda una literatura de circunstancias, con cálculos apresurados, alarmismos desestabilizadores y total ausencia de clarificación.

Los «cuarenta años» de la Bolsa

Pues sí, aunque ello sea caer en el tópico, los males de la Bolsa, abstracción hecha de los naturales efectos de la crisis económica, se remontan a los años del franquismo, cuando ésta era «una verdadera tierra de devastación y pillaje», como muy gráficamente dijo Ramiro Cristóbal en un artículo en Triunfo. La influencia en España del gran boom económico europeo de los sesenta, la tecnocracia y la política codo con codo, los salarios bajos sin posibilidad de huelgas, la fiscalidad nula y la entrada de divisas procedentes de emigrantes y turistas produjeron un coctel explosivo que se le subió a la cabeza a nuestros financieros. El optimismo bursátil de la época, hábilmente interpretado como muestra del «milagro español», se salió de madre. Jamás en país alguno había llegado a cotizarse una acción por encima de diez veces su valor. Entre 1965 y 1972, algunos valores bancarios españoles triplicaron su valor en Bolsa. Esto es, crecieron el 195%, mientras el índice medio de incremento era del 5% en EEUU, del 50,6% en Inglaterra, 42,9% en Francia o 20,9% en Alemania.

Este paraíso bolsístico, aparte de que era artificial y no podía durar eternamente, se encontró con la crisis mundial de 1973. Los años de abundancia no habían servido más que para especulaciones desaforadas, sin que la mayor parte de las empresas españolas hubieran tenido la previsión de prepararse para la época de las «vacas flacas», aumentando su capacidad de autofinanciación, por ejemplo, una de las más bajas de Europa y talón de Aquiles de la economía patria.

Llevados también los pequeños inversores a la especulación con la zanahoria de las suculentas ampfiaciones, fueron luego dejados en la estacada. En 1974, cuando en la Europa comunitaria empezaban a apretarse de firme el cinturón, un alto cargo de las finanzas españolas pontificaba en el Centro Rockefeller, en EEUU, diciendo que en nuestro país no habría crisis. Un poco menos de triunfalismo hubiera sido inapreciable para el pequeño inversor, que hubiera podido ponerse antes a cubierto del diluvio que se le vino encima.

Los componentes psicológicos

Al llegar el cambio de régimen y acelerarse la caída de la Bolsa era muy fácil identificar el desplome económico con el advenimiento de la democracia. Actuaba el célebre «barómetro» -pero ¿anunciaba que era malo el tiempo democrático o, simplemente, que no le gustaba a los bolsistas?

No se puede afirmar que todo se reduzca a un boicot de inversiones con fines de desestabilización política, pero el habitual y desmayado panorama financiero de las democracias mediterráneas tiene un componente psicológico fundamental. Basándose en un cierto peligro real -casi siempre de tipo político- degenera en el tumultuoso sálvese quien pueda. Francia es un claro ejemplo. En 1977, la posibilidad de un triunfo electoral de la unión de socialistas y comunistas llevó a la Bolsa francesa a un mínimo récord de 50,4 puntos, mientras que la ruptura de la Unión de Gauche, acaecida poco tiempo después, elevó los índices bursátiles ¡treinta puntos!

Son estas motivaciones psicológicas las que parecen estar siendo avivadas con vientos políticos. Además, la natural libertad informativa actual tiende a dar mayor relieve a nuestros problemas, unas veces con la mejor de las intenciones; otras, llevando agua al molino de la reacción. Reproducía Pueblo, el 19-10-1978, un artículo publicado por el Servicio de Estudios de la Bolsa de Madrid, en el que se abundaba en este tema. Decía: «¿Había mayor seguridad política en 1972 cuando la Bolsa subía, alegre y confiada, y el país se hallaba pendiente del vencimiento político inseparable de todo régimen personal?... No había mayor seguridad económica, lo que había era menos información económica. » En 1948, la Bolsa alcanzó un mínimo nunca más superado, pero entonces la prensa sólo tocaba los registros de la loa y el ditirambo.

Manipulación de la Bolsa

La debilidad estructural de la Bolsa y la poca relevancia de la inversión privada la hace sumamente nianipulable. Prescindamos de los intentos desestabilizadores a que se ha hecho mención anteriormente, o al recurso actual de los grandes inversores de jugar a la baja con pingües beneficios. Se está viendo que ciertas necesidades coyunturales de dar «buena imagen» son servidas por la Bolsa adecuadamente. Sin ir más lejos, la quincena que precedió a las elecciones del 15 de junio nos mostró un índice bursátil que el primer día del mes estaba en 88,74, y que fue subiendo por arte de magia hasta situarse en 92,18 el día 15, volviendo a descender una vez cumplida la misión hasta quedar a la misma altura del día del arranque. Entonces se vio que los valores cuyas alzas movían los índices eran principalmente del sector bancario -ganaron de quince a veinticuatro puntos- Antes de las segundas elecciones -mire usted qué casualidad- se dieron las mismas circunstancias; se sobrepasó ligeramente el punto cien. También los bancos estuvieron presentes en el alza, junto con otros valores cuyos incrementos de cotización no eran normales, si se tiene en cuenta la situación económica de las empresas propietarias. Esto ocurrió, porejemplo, con el grupo Olarra, que pasó de un índice 51 a 79, o con Explosivos Río Tinto, que ganó dieciséis puntos.

Las pérdidas de la Bolsa

Con la fruición con la que determinados medios informativos se dedican a amplificar los ecos de todo lo malo que nos ocurre, las pérdidas de la Bolsa se presentan en una forma de elemental aritmética. Se tiene poco en cuenta el beneficio obtenido en las jugosas desgravaciones que ofrece a los inversores el impuesto sobre la renta, en lo percibido por dividendos o en la venta de valores procedentes de beneficiosas ampliaciones. Aplicar sobre los volúmenes contratados en un determinado período la diferencia de índices medios es un cálculo harto grosero y poco explícito. Hay que tener también en cuenta los fabulosos beneficios obtenidos en la Bolsa años atrás.

Lo correcto es tomar unos valores y hacer un cálculo del dinero invertido en ellos a lo largo de un extenso período, y de los beneficios percibidos en el mismo, ya sean dividendos, venta de acciones procedentes de ampliaciones o de derechos de suscripción. Veamos unos ejemplos ilustrativos:

Saliéndonos del sector bancario, que fue ciertamente privilegiado, tomemos, en otro ejemplo, el curriculum económico de tres empresas muy caracterizadas: un banco, una eléctrica y Telefónica, y veamos en qué se convirtieron cien pesetas invertidas en 1965, al llegar el calamitoso año de 1977, «sepultura de ahorradores», según las quejumbrosas voces de la prensa. Para hacer este cálculo se ha tenido en cuenta que la inversión se realizó en 1964 al precio medio de cotización en el año; que se suscribieron anualmente todas las acciones de las ampliaciones, sin vender los derechos, por tanto, y que siempre se vendió en Bolsa, al año siguiente, un número de acciones igual al de la adquisición del ejercicio anterior, enajenando al final del período todos los valores poseídos, al tipo medio de cotización.

Aquí podemos ver que el que acudió a la Bolsa como un auténtico ahorrador, invirtiendo año tras año de un modo regular, si no llegó a realizar un fabuloso negocio, obtuvo un beneficio y guardó su capital al abrigo del desgaste de la depreciación. El que invirtió alegremente, acudiendo al reclamo de las jugosas ampliaciones, pagando por una acción un disparatado precio que sólo se justificaba por la posibilidad de un beneficio no menos disparatado, no era un ahorrador; era un especulador, y como tal, la pérdida que sufrió -si es que la llegó a sufrir- fue sólo uno de los riesgos de la especulación.

La Bolsa vuelve a ser negocio

Como decía antes, la tónica pesimista es la que trasciende de toda la información económica actual, pero extraña en grado sumo que ni las autoridades financieras, ni los magnates de la banca, ni el Gobierno se molesten lo más mínimo en hacer una campaña de optimismo para los inversores, optimismo que hoy está plenamente justificado. Lo menos que merece el pequeño inversor que ayer era empujado a la especulación es que hoy se le explique lo que es la real rentabilidad de un valor mercantil. Abandonado en el marasmo de sus dudas, las, voces agoreras y las pérdidas de los años últimos, no tiene nada de. extraño que los ahorros se canalicen, en el mejor de los casos, hacia los valores de renta fija; en el peor, hacia las fincas rústicas o los objetos de lujo. Ese componente irracional que hay en todos los movimientos de huida ha producido que empresas de altísima calificación internacional, con una constante acumulación de capital y unos dividendos aceptables, tengan que ofrecer sus acciones a la mitad de su valor nominal.

Llegada la Bolsa a unos mínimos dificiles de sobrepasar, con un Gobierno conservador, con unos partidos de izquierda harto «consensuales» y un buen panorama de comercio exterior y monetario, cae por su base el argumento de la incertidumbre política. Como dijo Sebastián Auger en una reciente conferencia en el Siglo XXI, «en el momento de crisis, en el momento de depreciación del producto, está quizá la mejor ocasión de adquirirlo». Aunque esto fue dicho en otro contexto queda de plena aplicación en el de la Bolsa. Unas pocas cifras demuestran que vuelve a ser negocio. Varias sólidas empresas ofrecen sus acciones al 50% de su valor nominal. Contando, además, con la suculenta desgravación en el impuesto sobre la renta, una acción de quinientas pesetas puede llegar acostar 225, y si con ella se obtiene, como es lo normal, un dividendo que oscila entre cuarenta y cincuenta pesetas, la rentabilidad de ese valor alcanza nada menos que un 20-22%. En la época del boom de la Bolsa, ese mismo valor costaba 4.000 o 5.000 pesetas, y, sin embargo, se lo disputaban los inversores. ¿Es esto racional? Y como este contraste entre empresa de sólido porvenir y acciones ofrecidas por la mitad de su valor se da comunmente en las sociedades eléctricas y en las de teléfonos, la razón que da el inversor timorato para rechazar este regalo es el peligro de las nacionalizaciones. Olvidan que una acción no es solamente un valor que se compra y se vende en la Bolsa; es también el título de propiedad de una parte alícuota del capital líquido de una empresa, precisamente de sociedades con una gran acumulación de activo, y en las nacionalizaciones no suele ser el valor de cotización de sus acciones el que determina el importe de adquisición. ¿Qué menos puede obtener en tal caso un accionista que la compra de su acción a la par, cuando pagó por ella la mitad? Y, en última instancia, ¿quién va a nacionalizar las compañías eléctricas en este país en el que el Estado -y, por tanto, todos nosotros- sólo se queda con las empresas que dan pérdida?

Esto es lo que uno querría ver anunciado en la televisión. Que los que apostaron en los tapetes verdes de la Bolsa franquista apuesten hoy en los de la democracia. Que no parezca, como siempre, que los índices de nuestra Bolsa suben cuando baja el del respeto a los derechos humanos.

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