Las señoras
Uno de los chicos de Berlanga, el que más se ocupa de las contraculturas (y que suele corregirme certeramente mis etimologías cheli), ha publicado aquí un estudio sobre el nuevo (y ya clásico) periodismo americano. Ese periodismo llegó a tiempo para sustituir los télex y las computadoras por los escritores y los líricos de quiosco.Yo, a mi modesta manera, he sustituido los télex, agencias logos y cosas, por las señoras. Si a veces consigo hacer un periodismo medianamente vivo, personal, directo y subjetivo es gracias a las señoras, a mis queridas señoras, a las cuales debla desde hace mucho esta columna / loa / oda de gratitud.
Una red de señoras líricamente chismosas y medianamente enteradas es mejor que una red de corresponsables. Dice Vicente Aleixandre en uno de sus primeros libros, Pasión de la tierra: «Las viejas respiran por sus encajes.» Las señoras, digo yo ahora, se comunican por sus abanicos. Llegan a la saleta, al cóctel, a lo que sea y, haga frío o calor, estemos en invierno o verano, ruja o no la hortera y maléfica refrigeración industrial, ellas empiezan a comunicarse y pasarse noticias mediante sus abanicos, haciendo como que se abanican.
Claro que también tengo mí red de curas. En un país con tantos siglos de catolicismo y contrarreforma, es locura prescindir de los curas. Don Manuel Azaña quiso prescindir de los curas y de los militares, y así le fue. Mi santísima trinidad de curas la forman Martín Descalzo / Federico Sopeña / José María de Llanos. José Luis me envía tronos, dominaciones, potestades, querubines y ángeles caídos en forma de gato. Ya que no le tolero un ángel de la guarda para el alma, me envía un gato para la soledad (quizá los gatos sean los serafines del
infierno). Gracias.
El padre Sopeña, a quien he leído siempre sus glosas musicales, desde los tiempos del desaparecido y literario Arriba (lluviosos cincuenta, todos cantando bajo la lluvia), sin entender yo una corchea de música, sólo por el placer de la prosa, descubre en misa del alba que uno está solo en mitad del tiempo, con la olivetti y un gato. Llanos me invita a almorzar periódicamente en mesones inconfesables. Luego tengo otros curas supernumerarios, como Paco García Salve, que me llama esta mañana para decirme que la nueva empresa de la editorial Sedinay, donde él y yo tenemos libros, nos liquida de mala manera y por derribo, despectivamente, porque ha cambiado la ideología de la casa:
-Yo también he recibido esa carta humillante -le digo- Pasaron los tiempos del brillante y loco Pepe Mayá. Les molestamos ideológicamente, cura; les estorbamos. Pero la Cuesta de Moyano es un hermoso y otoñal moridero de elefantes literarios.
Los curas para el cielo, por si acaso, y las señoras para el aquí y ahora. Cómo se comunican y me comunican las señoras; cómo corre y tiembla la noticia del día por sus carnes sucesivas y -¡ay'- excesivas. Cómo palpitan de actualidad y postrimería las señoras, las importantes señoras que viven ya la última noticia como el primer amor. Mis queridas señoras.
Están un punto más arriba que las señoras de Mingote, cotorronas y matriarcas, y un punto más abajo que las señoras del franquismo, capaces de cercenarle los senos televisivos a Rocío Jurado o Carmen Sevilla mediante el filo de seda de un chal decente. Están conectadas por sus maridos a la cosa política y conectadas por sus test a la cosa adúltera.
Qué iba a ser de mí sin las señoras. Esta columna la hacen las señoras. Mi nuevo periodismo no son Capote ni Mailer, ni Wolf ni Southern ni Bukowski, querido Jorge García Berlanga. Mi nuevo periodismo, tan viejo, son las señoras. Las señoras acaban de decirme -palabraque Tarradellas guarda el corazón de Maciá en formol. Las señoras.
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