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Tótem y tabú

No cabe duda de que Inglaterra ha dado siempre mujeres de temple extraordinario y bastante distinto al de las mujeres ilustres españolas, francesas o italianas. Italia, por ejemplo, se ha destacado en la producción de mujeres fatales y también en la del tipo de la prima donna. En Inglaterra hay ahora una premier, cosa muy distinta. Deseemos, sin embargo, largos años de buen gobierno a esta dama; de éxitos comparables en su esfera a los que tuvieron en la suya la Patti o la Galli-Cursi. Las inglesas de alto porte actúan a veces solas, sin que el marido o consorte represente nada en su acción pública. En otras ocasiones trabajan emparejadas. Así ocurrió con Beatrice Webb, inseparable de su marido Sidney. Los que por inescrutables leyes del destino ignoramos qué cosa es el matrimonio y buscamos orientación en libros como el del padre Sánchez, no podemos imaginarnos que unos recién casados se dediquen a escribir densos tratados sobre las Trade Unions y cosas por el estilo; pero hay que reconocer que esto se ha dado en el mundo británico y que el ejemplo lo han seguido parejas de enamorados de otras razas. El hombre que nos está haciendo andar a todos, no como queremos, sino como podemos, desde 1917, es, sin duda, Lenin. Pues bien, cuando éste se hallaba desterrado en Siberia y también recién casado se dedicó a traducir al ruso, ayudado por su mujer, un libro de los Webb. Yo no desearía a ningún joven. y menos aún a ninguna jovencita de mi conocimiento, que se pasara su luna de miel en Siberia, y menos traduciendo algo tan terrible como debe ser la historia de las Trade Unions. Pero respeto e incluso admiro a los recién casados capaces de esto. Volviendo a las mujeres inglesas de mucha capacidad, he de recordar ahora que, allá por los años de 1852, 1853, Dickens dio a conocer la personalidad de una señora también casada, Mrs. Jellyby, que ya se ocupaba de cuestiones sociales y que tenía un proyecto para hacer cultivar vastas extensiones del Africa negra, enviando a ellas a cientos de docenas de familias que, a la par, civilizarían a los nativos. Esta señora estaba tan metida en su empresa que tenía algo abandonada a su familia, de suerte que el marido era el que cargaba con no pocas faenas domésticas. El que quiera más pormenores puede encontrarlos en ese relato estupendo que se llama Bleak House.

Lo que no es tan conocido (y esto lo sé por un antropólogo inglés amigo) es que una tataranieta de Mrs. Jellyby, inflamada por un ardor sociológico. heredado sin duda, ha llevado a cabo importantes estudios sobre el totemismo en un país más recóndito todavía que los que ocupaban a su antepasada, y que para llevarlos a cabo dejó a su marido con siete hijos. en un piso próximo a la estación de Charing-Cross. Los resultados de su investigación son éstos, en resumen: se encontró un país dividido en dos mitades. Una estaba a la derecha y otra a la izquierda de un río. Los de la orilla izquierda formaban varios clanes y tenían varios tótems. Como es usual, se casaban entre los de los distintos clanes, situados unos más a la izquierda todavía que otros. Todos tenían como tótem a algún animal arrogante y un poco amenazador. Las gentes de la orilla derecha del río eran más ricas, tenían todavía el privilegio de una antigua predominancia, que iba disminuyendo en verdad. Se dividían también en clanes con distintas clases de tortugas como tótem. Cuando la tataranieta de Mrs. Jellyby llegó al país mandaban los del grupo tortuguil. Entre los de la orilla izquierda había desazón: lo mismo que si hubieran perdido unas elecciones. En semejante coyuntura, un gran jefe, un gran hechicero del clan más importante de la izquierda, reunió a los suyos en magna asamblea y les planteó algo increíble: «¿Es, en verdad, el leopardo moteado nuestro tótem, o no lo es? ¿No será un animal doméstico amenazador?», argumentó con lucidez, pero los reunidos se alborotaron, hubo tumultos, el aran hechicero tuvo que replegarse. La mayoría sentó que el leopardo moteado había sido, era y seguiría siendo el tótem del clan. Pero hubo gente del mismo clan que quedó desorientada. Algunos jóvenes decían que el tótem era muy antiguo y que las cosas antiguas pueden ser mentira, en lo que daban la razón al predicador portugués que quería paliar los efectos de su oratoria. Otros insistían en que el tótem producía miedo y en que había que suplirlos por uno menos amedrentador. Otros hasta se burlaron de él. Gran crisis, honda crisis como no la hay registrada en los anales del totemismo. Mientras tanto, los de la orilla derecha seguían reverenciando a sus tortugas. No es que creyeran demasiado en su carácter sagrado, pero les convenía fingir que sí creían, porque les iba bien. La tortuga es un animal lento, tranquilo e incluso comestible, si llega el caso. Ningún hechicero de los clanes de la orilla derecha del río puso en duda aquella vinculación. Los clanes tortuguiles siguieron mandando durante muchos años y disponiendo de los presupuestos. Este es otro gran descubrimiento de la tataranieta de Mrs. Jellyby, sobre el cual nada habían escrito los sabios anteriores. Resultaba que en las organizaciones totémicas aquellas había presupuestos y suculentas prebendas, como en cualquier país civilizado: España, por ejemplo.

Llegamos ahora a las consecuencias que sacó la tenaza investigadora de su paciente estudio. La primera es que no hay que hacer nunca las cosas a destiempo, sobre todo cuando se trata de totemismo. La segunda es que las gentes adscritas a un clan creen o no creen en el tótem lo mismo que nosotros creemos o no creemos en cosas que decimos que creemos. Las dos conclusiones fueron ampliamente discutidas en debate público. Pero todos los que participaron en él, gente muy docta, estaban de acuerdo en que es peligrosísimo jugar con nombres sagrados. El peligro se halla en relación con la teoría del tabú. No es cosa de tratar ahora de ella, ni tampoco de las relaciones de los tabúes de vocabulario con las neurosis. La tataranieta de Mrs. Jellyby ha sido muy felicitada por su investigación brillante, ha sido galardonada también con varios premios... y lo único que hay que añadir, como final, es que, aunque Mr. Jellyby (llamémosle así porque no sabemos su verdadero nombre), trabajó mucho en casa, durante los años de ausencia de su mujer, su trabajo estuvo aliviado, gracias a la existencia de los electrodomésticos y que gozó de los programas de la televisión en los ratos de asueto, con sus siete niñitos.

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