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Canorea entra en Madrid

Diodoro Canorea había sido durante veinticinco años un taurino de múltiples taurineos, pero jamás soñó con ser el hombre del día. Para ello tuvo que venir al foro. El centralismo no es desbancable por mucha política de autonomías que se haga. El centralismo no perdona, ni en el mundo taurino. Llegó Canorea a Madrid con sus aires toledanos aromatizados por el azar de Sevilla, confiando en que su audacia le bastaría para ganar la corte. A los de su condición los llaman aquí paletos; pero el paleto, ande él caliente, se puede quedar con todos los listos de la capitalidad. Véase, si no: apareció sin duro y se llevó por 161 millones la plaza de Las Ventas.Después de esto -diría-, el mundo es mío. Le zurraron por ello. Le zurraron también porque entraba en la corte sin perder el pelo de la dehesa y pretendía imponer sus usos sevillanos, a cambio prácticamente de nada; o quizá de algo insólito: de él mismo, de su audacia, de la campechanía que le tenían reconocidos todos los taurinos durante veinticinco años. La presión de la plaza, sin embargo, fue más fuerte. Las Ventas le cuesta por temporada 161 millones y mucho más en disgustos porque su clientela ya ha visto llegar a mucho audaz bien pertrechado de cazurrería, y por ahí no pasa.

A tiempo reaccionó Canorea. Tras el berrinche de la primera suspensión ya se había puesto al día y empezaba a ser verdadero empresario de Madrid. Compró lo que quería el público y la asolerada afición, que es el toro. El toro ha estado presente en la feria de San Isidro, como en ninguna otra. En los carteles del abono habría albaceteños en número sin precedentes, curritos también, y todo ese sector del escalafón, incluidos rejoneadores, que imponían quienes con sus fincas y sus cuentas corrientes cubrieron las espaldas de Diodoro, pero con todos ellos, y frente a quienes no son ellos, estaba el toro.

Como en muchos años de feria no se había visto, hubo emoción en el ruedo, a salvo aquel par de días de estafa en los que la afición enfurecida por poco no quema la plaza. Con el toro en la arena no caben bromas. El dato es elocuente: dos tardes consecutivas la fiesta no pudieron acabar porque todos los toreros habían ido al hule. Además de la emoción, una conmoción produjo el toro: el escalafón de coletudos ha pegado un vuelco. Los Manzanares, Niño de la Capea, Teruel, etcétera, no son tan figuras como ellos mismos proclamaban: el toro lo descubrió. El Viti no está acabado, sino que es maestro, con las reses de trapío también. Paquirri es tan poderoso como demostraba con animalitos de menor fuste. Ortega Cano tiene derecho a un puesto mejor. Dámaso González es un pegapases, sí, pero de importante entidad. Luis Francisco Esplá hace del segundo tercio la maravilla, etcétera. Y Paula, el gitano de todos los escalofríos. Con el becerro es más miedoso que ninguno, según se sabía, pero con el toro de respeto resulta que hay otros con mucho más miedo que él (esta ha sido una sorpresa mayúscula) y además tiene la genialidad de instrumentar la verónica con todos los duendes prendidos en los vuelos de su capote. Paula, a los años mil de andar vomitando calamidades y amagos de infarto por el mapa taurino, ha sido la gran revelación de la feria.

Pero el propio toro ha traído también su particular revelación, porque resulta que la ganadería de bravo no es ese decadente resto que hacía sospechar el juego de las reses años atrás, cuando se fingían lidias con animalitos que ya salían derrotados de los chiqueros. Sino que está pujante, con un alto nivel de casta, y bravura también. Bastó que dieran paso -y este es el tanto que hoy se puede apuntar Canorea- a otros hierros y ganado de esmeralda crianza. Aquel Capitán de Hernández Pla, lucerito chiquito, pero matón, de la segunda corrida de feria dio un grado de bravura propio del toro de leyenda.

Acabada la feria, Canorea respira hondo y cuenta billetes. Dicen que ya tiene cien millones en la talega. Y dio fiesta. El foro es suyo.

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