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Retorno al origen

Los síntomas están en el aire. El misticismo está de moda, la gente reclama el derecho a diseñar su propio desorden, los jóvenes tantean sacramentos nuevos, Dios (un Dios que no es forzosamente el del monoteísmo) resucita, la esquizofrenia es un lenguaje tan válido como cualquier otro. Proliferan las críticas filosóficas al Estado, a la Historia, al Centralismo, a las Grandes Síntesis (hegeliana o marxista). A todo lo que vaya con mayúsculas. José Luis Aranguren suele referirse a un creciente pathos religioso, pero sin instituciones religiosas, particularmente entre la gente joven. Es el mismo síntoma. Con sus correspondientes mitos de consolación: erotismo, droga, violencia, una cierta radicalización política.Preguntémonos ahora: ¿a qué remiten estos síntomas? Pues bien, pienso que, de un modo u otro, todos ellos remiten al origen. ¿Qué es el origen? El origen es lo místico. El origen es la no-dualidad anterior a la escisión entre pensamiento y ser. El origen es lo absoluto. Pero lo absoluto en su dimensión de no-pensable. Lo absoluto que incluye el caos. Sucede -¿cómo no iba a suceder?- que lo absoluto no nos deja en paz. Y esto no es un juego de palabras. La cuestión de lo absoluto, la cuestión de aquello que no tiene relación con nada, de aquello que agota su universalidad en su singularidad, es. una cuestión independiente de la ideología que uno profese. Es una cuestión (y una no-cuestión) previa a la reflexión. Lo absoluto es lo único, y el tema se plantea exactamente igual si uno se declara ateo, pragmático o bon vivant. Estamos sumergidos en lo absoluto, y de ahí que no podamos absolutizar nada: porque eso sería como si en vez de estar en lo absoluto, estuviéramos frente a lo absoluto. Pero estamos en lo absoluto: por definición de estar, por definición de absoluto y por definición de «por definición».

Lo sugerí en un artículo anterior. Uno siente que es hora de proceder a un cierto inventario: dejar en libertad el desorden propio, recapitular las aventuras de lo absoluto; sin ánimo totalizador, que no está uno para tamañas petulancias; sin ánimo proselitista, que no sabría uno qué causa preconizar. Simplemente, levantando acta, acta ambivalente, pero firme, de la más estricta particularidad. Paradójicamente, en lo concreto, en la suciedad de lo concreto, está latente todo lo que importa. A través de lo concreto uno siente que puede recuperar las huellas borradas, recuperar la niñez perdida, una nueva soledad, una soledad que es el preámbulo de una nueva experiencia mística.

Hay cosas que sólo pueden hacerse en soledad, ante la presencia de nadie, desde la más irreducible apetencia de infinito, desde la más estricta neurosis de omnipotencia. ¿Qué cosas? Soñar, ir de vientre, escribir, rememorar la propia vida. El niño, antes de que le socialicen la conciencia, no tiene dios; él es dios. El niño autista no es menos dios que el niño supuestamente normal. La diferencia sólo está en las formas, en las formas con que uno protege su propia divinidad, Pues bien, si alguna vez recuperamos la niñez informe, volvemos a ser divinos. En este contexto, un escritor, o en general eso que llamamos artista, es alguien que de entrada administra bien su propia divinidad: un narciso que trasciende su propio narcisismo desde alguna inocente desfachatez. Desde la recuperación del origen. Ya no hay más conflicto entre principio de placer y principio de realidad. O también: ya todo es conflicto, pero conflicto asumido con gozo; conflicto ambivalente, retroprogresivo; conflicto que juega con cualquier estadio ontogenético. Uno es niño, adulto, adolescente, feto. Simultáneamente. Uno es cualquier cosa, y si se acoge a la disciplina provisional de hacerse inteligible, será porque la divinidad le encuentra gusto a ese juego. Comportarse como un adulto puede, a ratos, ser indispensable; pero el gozo de la creación y del conflicto se mantiene tenso, recuperado el caos místico.

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Freud fue el primero en relacionar la vivencia mística, la voz del origen, con el «sentimiento oceánico» procedente de la experiencia primaria de unidad entre el niño y el pecho de la madre. Nada tenemos que objetar a este esquema en su aspecto formal. Lo que no aceptamos ya es su intención valorativa. Freud no comprendió jamás el sentido budista del Nirvana. No es ninguna evidencia que volver al seno materno sea un acto patológico. Hoy tendemos a considerar que los conceptos de «normalidad», «creatividad» y «esquizofrenia» sólo se diferencian en el grado de excitación de estímulos y en la manera de responder a esa excitación; en lo demás existe un continuo. Ahora bien, quitando la intención valorativa del esquema de Freud, el mismo puede resultarnos útil. Recordémoslo aquí, con las precisiones añadidas por Jacques Lacan.

El primer complejo del niño es el del destete, al cual corresponde la imagen del seno materno. La relación madre-niño (que es ya una relación cultural) se resuelve en una peculiar tensión. Con su oposición al destete, el niño intenta perpetuar la relación que le une con su madre: así surge la imago materna, ese deseo de retorno al origen, del cual se nutren todas las utopías que se refieren a un universo totalmente unificado. El segundo complejo del niño es el complejo de intrusión, la toma de conciencia de que otros pueden ocupar el puesto de uno cerca de la madre. Se trata de una reacción de celos que, siempre según Lacan, es la base de desarrollo de la sociabilidad. Sigue después la famosa «fase del espejo», que permite una primera conciencia de sí mismo, un primer esbozo del «moi». Pero este «moi» queda marcado para siempre por el carácter imaginario de su constitución, por su formación esencialmente narcisista. Finalmente, hacia los tres/cuatro años, viene el complejo de Edipo: cambia la actitud de no-dualidad con la madre originaria, y por la vía de la prohibición del incesto, se pasa del nivel de lo imaginario al nivel de lo simbólico. Además de Principio de placer, hay ya Principio de Realidad. A la relación inmediata imaginaria con la madre sucede la mediación simbólica de la ley del padre.

Pues bien, lo que aquí nos importa es que más allá de este proceso, el origen permanece siempre. El origen subyace. Y su modo de manifestarse es el síntoma. El síntoma oculta, y a la vez manifiesta, el «texto original». No por haber accedido al nivel de lo simbólico, de la cultura y del lenguaje desaparecen los síntomas. No por ser adulto deja un hombre de ser niño e incluso feto. Todo hombre o mujer ha de enfrentarse con sus propios síntomas, es decir, con la voz de sus orígenes. Todo hombre o mujer ha de moldear su propia neurosis: una neurosis crítica acomodada a la propia lucidez. Todo hombre o mujer ha de nutrirse de sus orígenes, por muy simbólica y sofisticada que sea su vida social. Todo hombre o mujer ha de extraerle el jugo a su peculiar ambivalencia, ha de encontrar su propia «religión», es decir, su religación con el origen; es decir, su manera propia de regenerar la no-dualidad. La infancia que subyace.

Esa infancia que subyace, a nivel individual y colectivo, es uno de los grandes síndromes culturales del momento. Por debajo de este síndrome está la presión del origen, la necesidad de recuperar el origen, cada cual a su manera, con su desorden propio, con su estricta particularidad, al nivel más cotidiano, sin dogmas totalitarios, configurando un pluralismo nuevo, una convivencia más libre, una sociedad (quizá, algún día) sin Estado. O, al menos, sin instituciones autoritarias.

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