Los profesores extranjeros
Catedrático de la Universidad de ValenciaVarios profesores de nacionalidad extranjera de la Universidad Complutense (Madrid) han recibido notificaciones anunciándoles que sus contratos de enseñanza no serán renovados para el año que viene. Ignoro si esto ha ocurrido también en otras universidades. Ignoro a qué política corresponde esta decisión, o qué justificación darán las autoridades responsables. Pero me parece inexcusable llamar la atención sobre la medida y hacer unas reflexiones sobre sus supuestos y consecuencias.
Es muy posible que este intento de expulsión de profesores extranjeros se haga en virtud de una ley preexistente. Si así fuera, yo rogaría a la Administración no sólo que no aplique esta ley xenófoba, sino que estudie la posibilidad de derogarla. Hay múltiples razones que abogan por el empleo de profesores extranjeros en España. En primer lugar, está nuestro interés propio. A nuestro sistema educativo, lamentablemente atrasado, le conviene, para mejorar rápidamente, contar con los mejores profesionales, vengan de donde vengan, sea cualquiera su pasaporte. Y no se acuda al argumento obtuso y demagógico de que se están quitando puestos de trabajo a españoles. ¿Será entonces nuestra universidad un conglomerado de sinecuras, prebendas y privilegios reservados exclusivamente a paniaguados nacionales, una sucursal académica del subsidio de paro? Si así concebimos a la Universidad, entonces resulta lógico expulsar a los extranjeros; y puestos a ello (¿por qué no?), a todos los nacionales cuyas enseñanzas no se ajusten a la filosofía de la autoridad de turno. Habremos así llegado a una postura cultural y científica que, a falta de otros méritos, tendrá el de la coherencia y la sinceridad declarativa: expulsamos a los profesores extranjeros mientras importamos futbolistas pagando su peso en oro. Con ello verán los nostálgicos que no todo ha cambiado: el «abajo la inteligencia» sigue presente en nuestro ideario.
Construir una universidad sobre la base del pasaporte no es sólo de un parroquialismo totalitario y de una mezquindad sonrojante; es como tirar piedras a nuestro propio tejado. Pretender marcar fronteras a la ciencia y a la cultura es como poner puertas al campo. Precisamente es esta una actividad donde brillan desproporcionadamente los trasnacionales. Es irónico que se tomen medidas tan cerriles dos meses después de haberse celebrado el centenario de Albert Einstein, el genio internacional por antonomasia. ¡Qué gloria hubiera sido para EEUU si, alegando los graves problemas de paro durante la gran depresión, se le hubiera mandado a Einstein una cartita expulsándole de Princeton! Fueron muchísimos los profesores emigrados durante esos años que se refugiaron en las universidades anglosajonas, enriqueciéndolas. Repásese, como mera ilustración, la lista de los premios Nobel (Alfred Nobel fue otro genio trasnacional) norteamericanos y, en menor medida, británicos, y se verá la cantidad de ellos de origen extranjero. Está entre ellos, por supuesto, Severo Ochoa.
Esto me lleva a una consideración más moral que utilitaria. España ha tenido, y aún tiene, una considerable diáspora científica. Los traumas de la guerra civil y el oscurantismo franquista exiliaron a miles de universitarios españoles, que hoy, digna y cuerdamente, tratamos de recuperar. Tantos españoles han trabajado y trabajan en universidades extranjeras que sería injusto nombrar solamente a unos pocos e imposible nombrarlos a todos; me contento con citar a Ochoa porque el Nobel le ha hecho muy conocido. Pero el lector podrá recordar a muchos más, algunos de los cuales escriben en estas páginas a menudo, e incluso regentan hoy importantes municipios y ministerios. ¿En nombre de qué perverso principio reciproca ahora España con estas expulsiones? Todos lamentamos el localismo palurdo de algunos profesores que quieren feudalizar las universidades acotándolas para los nativos de una provincia o región: no vayamos ahora a consagrar el principio de las universidades de campanario dándole sanción estatal.
Terminaré estas melancólicas, pero esperanzadas, reflexiones (esperanzadas porque espero que se reconsidere la política que las motiva) con una remembranza. Hace ya muchos años estudiaba yo Economía en la Universidad de Wisconsin. Recuerdo un curso en que, de los cuatro profesores que tenía, uno era italiano, otro suizo, otro inglés y el otro checoslovaco con pasaporte australiano. ¡Y qué excelentes maestros eran los cuatro! Más adelante, di clases en otra universidad norteamericana, la de Pittsburgh. Tuve allí colegas chinos, japoneses, franceses, israelíes, británicos, alemanes, rusos, egipcios, cubanos, triniteños y suecos, que yo recuerde. A la hora de contratar profesores procurábamos conseguir lo mejor que pudiéramos encontrar, dentro de nuestras limitaciones presupuestarias: con tal de que pudieran expresarse en inglés (y a veces era a duras penas), la nacionalidad era irrelevante. He aquí uno de los secretos de las mejores universidades: saber que los pasaportes nada tienen que ver con la ciencia.
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