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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Austria: continuidad socialdemócrata

AL DAR el triunfo electoral al socialdemócrata Bruno Kreisky, los austríacos apostaron el pasado domingo por lo conocido, que en este caso parece ser lo bueno. Austria está entre los países más saludables de Europa, no sólo desde el punto de vista económico, sino en lo que concierne a la convivencia social que se mantiene en su territorio. Sufre un índice de inflación que apenas supera el 3% y un nivel de desempleo que afecta tan solo al 2,2% de la población. Ante este panorama, de poco sirvió la propaganda conservadora, que proponía una serie de reformas económicas, incluida una disminución de las tasas impositivas.Según el propio Kreisky -diez años en el poder, con la seguridad de seguir cuatro años más al frente del Gobierno austríaco- fueron los 500.000 jóvenes recién salidos de la escuela los que le dieron el triunfo. El popular canciller de 68 años, al que la vista física le falla, pero al que la vista política acompaña de modo infalible, dio a ese medio millón de nuevos votantes una esperanza audaz: si hace falta endeudar al país para continuar creando puestos de trabajo, nos seguiremos endeudando. La respuesta juvenil no pudo ser más positiva. Y más realista. Frente a la posición conservadora, que prometía acabar con el modesto déficit presupuestario que padece Austria, el viejo canciller socialista prefirió el riesgo. La situación no tiene paralelo con la británica, donde ha sido precisamente un electorado joven y desencantado, desempleado, el que ha dado la espalda a los laboristas de James Callaghan para probar con los conservadores, que, aún sin concretar cómo, anuncian que podrán dar trabajo a una población que ya perdió esa esperanza.

La de Bruno Kreisky ha sido una lección de honestidad política y de voluntad democrática. En noviembre del pasado año sufrió el mayor revés de su vida de primer ministro, al convocar y perder un referéndum en el que él sugería una solución nuclear a los problemas energéticos de su país. El canciller Kreisky planteó el referéndum como una cuestión personal y lo asumió como un fracaso. Los austríacos le han convencido ahora, sin embargo, que aquella era una batalla, pero no la guerra. La guerra electoral la ha ganado holgadamente, sin que en tal triunfo haya jugado papel alguno el debate nuclear, cuya clausura por la vía del plebiscito ha eliminado de la vida austríaca un grave riesgo de inquietud social.

Otra lección de los comicios austríacos se obtiene de los porcentajes de participación de los votantes. El 90% de un electorado compuesto por algo más de cinco millones de personas acudió a las urnas. En una Europa que se define a sí misma como cansada del debate electoral, el entusiasmo con el que los habitantes de este país eminentemente tranquilo y conservador del viejo continente cumplieron con su deber cívico no deja de ser estimulante, sobre todo si se tiene en cuenta que en las elecciones del pasado domingo no se discutía ningún hecho de capital importancia para el porvenir de la tierra del Danubio.

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