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Goya-Alban Berg, un encuentro

El tema de la correspondencia de las artes estuvo muy de moda hace cosa de cuarenta años. Souriau, uno de los instauradores de la estética contemporánea, y Alain, filósofo en busca de un «sistema» de las bellas artes, vieron en las correspondencias artísticas una especie de clave de la interpretación del arte y captación suya esencial.De la exposición de los grabados de Goya, organizada por el Centro Cultural parisiense Le Marais, se ha escrito con cierta profusión últimamente. Lo que en cambio ha quedado en la penumbra de la información y el comentario ha sido la experiencia llamada «Wozzeck y las pinturas negras». Es, sin duda, un acontecimiento artístico ver reunida la obra toda, de la importancia de la Tauromaquia, Los desastres de la guerra o Los caprichos. Pero la experiencia de unir la imagen fílmica de esta obra peculiar entre todas de Goya y la música de Alban Berg, concretamente la mejor, sino la única, ópera verdaderamente original de este siglo, constituye de por sí más que un hecho de laboratorio. Los iniciadores del experimento fílmico han pretendido unir, en la dimensión de una «ópera negra», un espacio visual y un espacio sonoro, ambos proyectados en la dimensión de un nuevo tipo de espacio mental y estético. Pero la vivencia estética que significa captar a oscuras, a través de la tensión dramática de la música expresionista de «Wozzeck», la visión apocalíptica del mundo de Goya, esto sí que significa realizar una experiencia de verdad única. Los pocos espectadores que en la cabaña oscura instalada en el recinto del Centro Cultural Le Marais seguíamos la música de «Wozzeck», en el texto de Büchner, ambos de un dramatismo sobrecogedor, proyectado todo en una pantalla donde desfilaban las escenas alucinantes de Goya, podrán decir que participaban a una forma de «espectáculo» difícilmente alcanzado por la combinación de los espacios visuales, sonoros y mentales. El hecho, en lo que nos concierne, tenía lugar después del estreno de «Lulú», ópera todavía inconclusa de Alban Berg, a pesar de los esfuerzos desplegados por Boulez (cuyos dudosos resultados nos dicen algo en torno al porqué de la negativa de Schönberg de acabar la ópera de su amigo). Y tenía lugar también antes de recorrer las salas mismas de la exposición de Goya. Goya, el destructor de Fragonard, que diría Malraux.

La experiencia significa, más que por su carácter de seguir el camino de las «correspondencias», por lo feliz del encuentro, algo revelador en cuanto a las relaciones entre los dos artistas grandes se refiere y en cuanto a la inmersión del propio Goya y su obra en la experiencia del arte y la estética expresionistas. Hace algunos años asistíamos en Munich a una de las grandes retrospectivas de la pintura expresionista alemana. Entre los «padres» del expresionismo figuraban con sus obras Goya y Breughel. Pero esta vez no se trataba de un encuentro o presencia académica, ni de un signo de referencia a una figura precursora del arte de nuestro siglo. Del arte de este final de siglo y milenio. Se trata de un encuentro real, que la experiencia filmica sonora, de la imagen cantada y dramatizada en términos teatrales de carácter mental, convirte para el espectador de hoy, que vive con toda la intensidad posible el encuentro mismo, un impacto. Un impacto que es una vivencia sin par. El drama de Wozzeck, el fusilero engañado por Marie, su mujer, que escucha la palabrería «científica» del doctor y mata a la mujer arrepentida; Wozzeck, el soldado trágico que hace suyo el simbolismo del cuchillo y la sangre y del color rojo de la luna en un universo desolado, se proyecta, a través de la música de Alban Berg, en la fantástica visión apocalíptica del mundo de la guerra y la muerte, que a través de Goya se convierte en nuestro mundo. La correspondencia es contemporaneidad. Contemporaneidad dramática.

El encuentro de Alban Berg con Goya reactualiza, de un modo singular, aquel carácter de trágica ambigüedad que Ortega, analizando un trabajo de Augusto Mayer sobre el pintor aragonés, apuntaba como factor esencial de la misma conterriplación de la obra de Goya. Tensa ambigüedad que convierte al pintor en «esa cosa única en la historia del arte que es Goya». Una ambigüedad que se traduce en vacilación que, decía Ortega, no concluye nunca, «la inquietud se perenniza, no tiene fin, como no lo tiene la lucha entre Ormuz y Ariman, entre el principio del bien y el principio del mal. El momento en que nos sentimos ya resueltos a rechazarlo es precisamente el momento que Goya espera para apoderarse más de nosotros, para ligarnos más a su mágico mundo». Mundo mágico y trágico, de la destrucción y la guerra, destrucción física en un paisaje de alucinación, que los símbolos dramáticos de Büchner y Berg -el cuchillo, el rojo de la luna, la mano ensangrentada, la desolación, el agua que acoge como a un personaje fantasmal al ahogado- sostienen y refuerzan en una forma expresiva que es vivencia y participación. El encuentro mágico se hace todavía más sobrecogedor en la dimensión sin límite del espacio fílmico y de la intensidad sonora.

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Se hablaba en su día de «Wozzeck» como ópera que realiza formas musicales invisibles, cuyo atonalismo accedía a una dimensión atemporal, el «Zeitlos» capaz de asegurar a través de la música de Berg una participación absoluta del espectador en la tensión dramática y musical del tema. Las «imágenes» de Goya no solamente no distorsionan esta participación, sino que le ofrecen una dimensión nueva, «goyesca» y la «ópera negra» se torna así auténtico arte de tensiones integrales. Algo así, como lo que soñara Wagner en su día, cuando aspiraba a la realización de la «obra de arte total». El Centre du Marais, que inició en este sentido una obra de laboratorio hace tres años, en una dirección modesta, con experiencias como será la de la ópera «Sócrates», de Erik Satie, con modestas pretensiones de labor interdisciplin aria, ha, ofrecido a través de este encuentro significativo Goya-Alban Berg algo que va, sin duda, más allá de sus propósitos. Una presencia que se presta a una reflexión profunda sobre el destino del hombre, en cuyo fondo profundo, tanto Goya como Alban Berg, han sabido ver al «bárbaro» capaz de producir dolor y destrucción, y proclamar la existencia de ambos, con su grito sonoro y la imagen descompuesta de su rostro.

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