En el Día Internacional del Teatro
EL DIA Internacional del Teatro ha pasado en España con la misma blanda indiferencia que en años anteriores. Un fino sermón de Antonio Gala, algunas conferencias, reducciones de precio en varias salas..., y las arenas del desierto han vuelto a cubrir el leve surco. Podría haberse celebrado con fiesta nacional, sorteo extraordinario de lotería y fuegos artificiales, que el resultado hubiese sido el mismo: el desierto es el desierto.Se cierran salas de teatro o se convierten en cine. Las que fueron históricas, están decrépitas: la maquinaria no funciona, saltan los muelles de las butacas, el suelo cruje, se descascarillan los dorados y se apolillan los terciopelos. La profesión de actor creció enormemente, como consecuencia de la demanda del cine y de televisión: ahora que el teatro no trabaja, que el cine apenas produce y que la televisión compra más programas dramáticos al extranjero, sufren el paro. Y el desconcierto, entre lo que enseñan en las escuelas, la práctica de los tablados, la autocracia de los directores, las dudas entre texto y espectáculo: se refugian en la exigencia de los convenios laborales, en la desacralización de la profesión. Los empresarios dimiten cuando pueden. Los autores no estrenan: los viejos -los antiguos, los de antes- se resignan, pero maldicen; los nuevos, que ya tienen canas y ven con angustia que el tiempo se les pasa, elevan su cólera hacia lo que pueden, y se quedan como estaban. Los grupos independientes siguen una vida áspera y pobre; se siguen sintiendo perseguidos y abandonados.
Y todos piden dinero. Todos terminan creyendo en el paternalismo del Estado, en las subvenciones, en las ayudas. Pero todo el oro del mundo no seria suficiente para mantener viva esta profesión; «todos los perfumes de Arabia», que decía Shakespeare, no borrarían el olor a podrido de esta Dinamarca. El Estado ha creado un centro dramático que está llevando al público que no había ido nunca al teatro, y le está enseñando obras dignas; está ayudando económicamente a quienes tienen realmente unos méritos. Puede esperarse ahora que el municipio haga en Madrid una labor coherente con el Teatro Español, que es de su propiedad, y con el Centro Cultural. Puede creerse que las nuevas alcaldías recuperen el buen uso de los teatros municipales de cada capital. Más aún: puede esperarse, y exigirse, que se reduzcan los impuestos estatales y municipales sobre el teatro, que se concedan condiciones especiales para los viajes de compañías, vestuarios y decorados; que se abran salas convenientes para los jóvenes grupos, que desaparezca la bifurcación absurda de las legislaciones del Ministerio de Cultura y del Ministerio del Interior, que se limiten los poderes de los gobernadores civiles en materia de espectáculos. Todo esto es justo y es necesario. No se conoce país, entre las democracias de Occidente, que no vierta dinero en su teatro, y en cantidades muy superiores a las que da España, y que no legisle a favor del teatro, en lugar de en contra. La legislación contraria, sospechosa, restrictiva, es todavía aquí un vicio que viene no sólo del Estado franquista, sino de todo el fuerte conservadurismo y control de la sociedad de siglos anteriores. No se ha depurado. Hay intenciones, hay permisividad, hay tolerancia; pero no basta.
Si todo eso se puede reclamar y se puede exigir, sólo se conseguirá la eficacia cuando la profesión teatral, en todos sus aspectos, haya hecho una profunda reflexión sobre sí misma, una verdadera autocrítica; cuando cese cada uno de ajusticiar verbalmente a todos los demás; cuando sepan interpretar la sociedad en que viven y ofrecerle su reflejo critico, o la ocasión de que ella misma tenga ese reflejo. Todo lo demás será aceptable como una manera de ir viviendo, de no morir del todo. Pero lo primero es la identificación con el público, por cualquiera de los estilos, vías y maneras que puede tener el teatro; pero sabiendo cuál de ellas es la que acepta y comprende el público de hoy. La creación de público, como la creación de lectores, puede ser parte de la misión de un Ministerio de Cultura, si se acepta el dudoso supuesto de que un Ministerio de Cultura es necesario en una sociedad como la española. Pero es, ante todo, tarea de la profesión teatral. El mundo del teatro tiene un referéndum diario, una urna que es la taquilla: si el público no va, el referéndum se ha perdido. Es tarea de todos que el teatro sea lo más barato posible, para que no sea solamente una parte de la sociedad la que lo determine y lo fabrique. Pero de nada servirá un teatro barato si no tiene espectadores. Y no los tendrá, no los tiene, mientras no les hable con libertad de aquello que esperan ser hablados. De otra forma no tendría sentido.
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