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Noticia de un dietario

Aquí, mal que bien, seguimos unos cuantos, y conste que esto es un decir. He decidido descomponer el material de un viejo dietario en fascículos mentales coleccionables, y recomponer luego los papeles a mi aire. Tardaré algún tiempo en publicar este montaje; hoy me limito a dar noticia del mismo, con algunas consideraciones laterales. A los escritores, anotaba una vez Camilo José Cela, «cuando ya llevamos muchas páginas escritas, suele atacarnos un raro prurito ordenador que puede acarrear muy fatales y entontecedoras consecuencias». En efecto, meter en vereda los papeles dispersos es tarea complicada, aunque, a veces, útil. En todo caso, puede ser una fuente de sorpresas. Indagar en los archivos propios puede conducir a una recapitulación y a una catarsis. Acumular los papeles y las notas escritas a lo largo de los años, y disponerse a montarlo todo en un momento dado y en el orden que uno quiera, confiere a los sucesos una extraña simultaneidad. En el paisaje sincrónico reaparece la comparsa con el rostro iluminado y parcialmente nuevo: los hijos, cada uno distinto de sí mismo según fuere la fecha; los amigos, tan suicidamente descuidados; las adolescentes, las mujeres, las esposas, y así sucesivamente, incluidas las atmósferas interrumpidas vagamente yuxtapuestas. Por ejemplo, en aquel lugar cálido y seco, ya nunca (o siempre) volverá (usted) a ser joven, desprendido, omnipresente, con la música de Davis y el olor a sándalo.Ahora, pues, que he decidido publicar algunos fragmentos de esta sincronía -los cuarenta años sobre los que pienso construir (en parte) mi ejercicio-, me siento compelido a revolverme contra el tic inútil de la inteligibilidad excesiva; a cambiar de tono y de registro, a no declamar de cara al prójimo, a seguir en lo mío, en lo nuestro, lo de algunos, el dietario o el librillo de las actas relevantes, sin decidir a priori cuáles son las relevantes. Es un fraude escribir para transmitir mensajes previamente definidos. En cuanto tratas de emitir un mensaje previamente fijado te conviertes en un mero altavoz. Los oradores políticos, sin ir más lejos, suelen ser meros altavoces: igual que los abogados, los predicadores, los propagandistas y, en general, cuantos disponen de un código previo de interpretación. Esa gente toma la pluma para defender una causa, y la defiende. Pero ¿cómo podríamos saber la causa que vamos a defender antes de tomar la pluma?

Por otra parte, si al llegar a cierta cota de la vida uno no aprovecha el material inventariable, la masa de los años y los datos (esos datos siempre ambiguos e, incluso, ambivalentes), el margen y el desasosiego, lo sabido y lo olvidado, la multitud de cabos sueltos, cicatrices y censuras, entonces puede ocurrir que la curiosidad se agote y que el futuro se reduzca a cenizas.

Eso parece claro.

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Y eso no conduce forzosamente a un género literario determinado. Ni siquiera al género llamado de las «memorias». Uno no cree en los géneros literarios determinados. Uno es híbrido y amigo de lo híbrido. Discretamente caótico. Uno se pregunta: «¿Me queda todavía tiempo?». He quemado las tres cuartas partes de mi vida censurando temas y vivencias, como todo hijo de vecino que tenga instinto de supervivencia o pereza de enfrentarse con la masa oscura de los datos. Y del ello. Es hora ya de dejar en libertad al ello, a los síntomas y a los parásitos. Descifrar estos lenguajes. Estamos ya maduros para las interferencias. Por esto me irritaban anoche mis invitados escolásticos, por su inexpugnable rigidez mental, porque apenas abrían la boca uno sabía ya lo que iban a declamar: los intereses de Wall Street, las multinacionales y el imperialismo; sin conceder ni un centímetro para la locura, el desatino, el sueño o, simplemente, el ruido de fondo.

No sé (pues) si me queda todavía tiempo; pero presumo que tengo todavía al alcance de la mano mi diminuta recherche du temps perdu, que desde luego no será recherche, sino más bien reconstrucción de lo que caiga a mano. Y lo que ahora cae a mano es la crónica curiosa de una curiosidad a la cual le di la espalda casi siempre. Lo que ahora tengo al alcance de la mano, en la mano, es el ejercicio indivisible, cuando escribir y respirar son ya una misma cosa; cuando ya sólo falta que escribir y respirar sean también la misma cosa que escribir y publicar.

Publicar: ese desacato petulante y diminuto, el mayor riesgo que corre un escritor, que es el riesgo de convertirse en mero altavoz. Publicar, es decir, acomodarse al código de la inteligibilidad vigente. ¿Y cómo escribir olvidándose de que lo que uno escribe va a ser publicado? ¿Cómo dejar de ser un bufón o un picapleitos? Pues se diría que manteniendo los niveles adecuados de exasperación y azar.

Además, si no transformo esa barahúnda de datos y señales en lenguaje articulado y propio, me hundo. (Y al decir «propio», no quiero deciro, sino perteneciente a alguna matriz combinatoria dentro de la cual pueda sentirme libre; libre, ante todo, del rol encorsetado de fingirme «yo».) Necesito escribir, convertir en escritura más o menos literaria el lujo y despilfarro de la vida. Así, a lo menos, alguna cosa queda fecundada. El papel que antes fue blanco. Necesito, porque todo me excede, transformar en monólogo, en barboteo controlado, esos datos y señales amenazantes, todo lo que me llega en función de mi desacompasado sistema vegetativo, y que sólo consigo dominar a medias, tratándolo como botín intelectual; pero tratándolo, digamos, en paralelo, a la manera de los animales o, mejor dicho, tratándolo de un modo mixto, en parte global y en parte secuencial.

Todo hombre digno de este nombre ha luchado, ha forcejeado con algo, con algún lenguaje, presintiendo una cierta posible libertad. ¿Con qué forcejeamos hoy los ambivalentes hombres? Posiblemente con nuestra propia lucidez. En mi caso, en mi caso, veamos. Me encuentro ahora, cosa insólita, completamente solo en la casa. Alguna mosca (las moscas sólo se contemplan cuando uno está completamente solo) se empeña en acercarse a la luz; alguna mosca homéricamente molesta (recuérdese que Palas Atenea infundía a Menelao la audacia de la mosca) está a punto de provocar unos cuantos chorros de hexaclorociclohexano y otros disolventes. En resolución: me encuentro solo, solo con mosca; solo con ladrido remoto de perro perplejo; solo con dificultades en la vejiga; sólo con el inmenso ruido de fondo del silencio. Ese tipo de soledad provisional me estimula siempre. Recuerdo aquella época, hace ya años, cuando yo vivía solo en los hoteles, y alguna noche salía a cenar y a pindonguear con nuevas amistades. Sí, era una época de soledad expectante. Componía un dietario sobre un rollo de papel sin fin, y por primera vez en mi vida me daba un cierto gusto el ejercicio de escribir. Disponía de un tema real y procuraba tantearlo. Ahora también dispongo de un tema real: necesito reconvertir la barahúnda de señales en lenguaje articulado y propio; desmontar mi superego de burgués local y diseñar una burbuja nueva, un Umwelt propio, una minicultura estimulante y móvil.

Eso para empezar.

Después, ya se verá. Se verá en el ejercicio indagatorio. Reconstruir retrospectivamente la propia vida es como volverse a sumergir en los márgenes que precedieron a cada acción, a cada decisión, a cada comportamiento; es como volver a vivir, pero con la extrañísima ventaja de haber vívido ya. Se pueden encarar los cabos sueltos, el oscuro espesor de lo que quedó en los bajos fondos. Se pueden afrontar las numerosas frustraciones. Se diría, sí, que llegó el momento de la recapitulación. Proust lo ensayó a su manera, de acuerdo con su carácter. Salvadas las distancias, cada cual tendría que agendárselas para ese ajuste de cuentas; entrar -como diría Francisco Umbral- en el paralelepípedo, o séase, el taller: el espacio real e imaginario donde poder citar, uno por uno, a los fantasmas.

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