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Nestor Almendros, un Oscar que habla español

Tres países podrían reclamar el nacimiento de Néstor Almendros, artista fotógrafo. España, porque aquí nació, en Barcelona, y recibió su primera enseñanza; Cuba, porque allá completó su educación, graduándose en la Universidad de La Habana (característicamente su tesis fue sobre filología cubana, una ciencia en la que se especializaba, al tiempo que la acababa de fundar), donde, todavía más importante, se inició como fotógrafo, primero con estudiadas instantáneas, luego con la cámara de cine. Pero Cuba, después de ver su notable debut como director y fotógrafo en documentales maestros, como Gente en la playa, lo redujo a mero tomavistas y, finalmente, lo repudió. Fue Francia quien le acogió, entre otras cosas, porque Néstor Almendros, hijo de un extraordinario educador exiliado desde la guerra civil en Cuba, no quería vivir en la España de Franco.La coleccionista, el primer filme de éxito de Eric Rohmer, debió gran parte de su prestigio a la luminosa fotografía playera de Almendros, que mostraba un ojo privilegiado para los matices del color. Pero las películas de Rohmer tienen gestación de elefante y Néstor Almendros, aunque profesional ya, segula viviendo mal. Vino a rescatarlo su asociación con Barbet-Schroeder, productor doblado a veces en director y su reputación aumentó al fotografiar El niño salvaje, para Francois Truffaut, en la que Néstor rendía homenaje secreto a su primera pasión, la foto en blánco y negro. Siguieron otros filmes dirigidos por Eric Rohmer, de quien Néstor se convirtió en fiel traductor plástico. Director demasiado literario, interesado en un cine ético, más que estético, es gracias a la fotografía de Néstor que sus películas se pueden literalmente ver y el lenguaje de Rohmer es, en realidad, la visión de Almendros. La rodilla de Claire, por ejemplo, y sobre todo La marquesa de O, son filmes en que la foto silencia al texto, enmudece a los actores y revela los decorados y el paisaje como tramoyas del fotógrafo. En todas partes, aun en la prensa menos dada a anotar, no ya a destacar, al fotógrafo, se exaltaba a Néstor Almendros como autor de imágenes inolvidables. En Francia lo hicieron Caballero de la Legión de Honor y, tal vez un honor mayor en su profesión, Hollywood lo reclamó.

No quiero mencionar la primera película que hizo en Estados Unidos porque su trama gira alrededor del odioso deporte de las riñas de gallos -y porque su director, Monte Hellman, me es tan desagradable como un gallero. No he visto el Oeste filmado por Néstor en Durango con Jack Nicholson, y su última película, Kramer versus Kramer, todavía no se ha estrenado. Pero Days of heaven, rodada en Canadá, aunque situada en el medio oeste americano, es una obra maestra de la fotografía. La película es pretenciosa, inútil y aburrida. Pero la salva de estos defectos capitales la maravillosa fotografía, en que Néstor Almendros no ha captado sino creado un paisaje americano, lleno de campos de trigo ondulante como la hierba de un dibujo chino, la tierra cubierta de oro vegetal hasta el horizonte; el cielo, un tono azul indiferente, y los personajes, meras marionetas incomprensibles; pero su movimiento ante la cámara los revela no como seres observados por su creador, sino como objetos fotografiados por un ojo creativo. Curioso que esta recreación tan perfecta venga de la visión escasa del fotógrafo: Néstor Almendros, secreto a voces, padece una miopía tan perniciosa que le produce trastornos visuales serios. Una muestra de cómo el talento convertido en vocación es una forma de amor que lo conquista todo. ¿O es que hay que recordar que dos directores con tanto ojo como John Ford y Raoul Walsh fueron tuertos?

Experimenté una exaltada forma de alegría al ver en mi televisor a Néstor Almendros de smoking subir al escenario de ese extravagante teatro de Hollywood para recoger su estatuilla dorada. No era una sorpresa, porque todos los que lo conocemos apreciamos su talento, y todos los que sabemos de cine conocíamos que la fotografía de Days of heaven tenía que ser la ganadora. Lo sorprendente es que Néstor anunciara que iba a agradecer el premio en español, además del inglés obligatorio. Con su curioso español, mezcla del que nació hablando catalán y un leve acento habanero, Néstor dijo dos o tres frases que no son citables. Lo que es realmente memorable es que un Oscar hablara español. Aparte de algunos actores puertorriqueños ganadores de premios, pocos habían tenido la oportunidad de destacar la contribución hispana al cine de Hollywood, y los que la tuvieron no supieron hacerlo. Néstor Almendros, que nació en Cataluña, que vive en Francia y que habla un excelente inglés, escogió el español porque es realmente la lengua de su mirada. Detrás de su visión hay una tradición que es decididamente española. Ese Oscar a Néstor Almendros, premio a un fotógrafo eminente, es un guiño al o que habla español.

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