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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las dos culturas del socialismo francés

MITTERRAND NO era probablemente socialista, y sus lecturas de Marx debían de ser muy someras cuando se introdujo en el partido -entonces sección francesa de la internacional obrera SFIO- y le dio un tono y un músculo que le faltaban. Fue durante años como un cangrejo ermitaño que buscaba su caparazón. Surgió de la derecha, estuvo condecorado por Vichy, pasó a la resistencia, sirvió en el Partido Radical, participó en el anticomunismo de la «guerra fría», se declaró en contra del «golpe de Estado» del general De Gaulle, fue sospechoso de haberse preparado él mismo un atentado para ser bien recibido por la izquierda... Pero la verdad es que finalmente encontró su asiento en el Partido Socialista: lo sacó de la postración en que le había sumido Guy Mollet -como consecuencia de un colaboracionismo con la derecha y de una actitud equívoca durante la guerra de Argelia-, fraguó desde él el acuerdo con los comunistas y con los radicales de izquierda y, a su vez, surgió de esa plataforma como candidato único de la izquierda a la presidencia de la República. El Partido Socialista francés ha tenido tres grandes épocas: la de Jaurès, la de Leon Blum y la de Mitterrand. Pero Jaurès y Blum eran ideólogos; Mitterrand es un gran gerente.Acaba de sufrir, en el congreso de su partido en Metz, lo que nunca había padecido un secretario general: un abucheo, un pateo. Y una votación minoritaria: 46,97% de los votos (Rocard, 21,25 %; Mauroy, 16,80 %). Si se ha salvado es por cierta fidelidad de quienes han visto resurgir el partido por su esfuerzo. Pero su grandeza es también su servidumbre. Precisamente su condición de manager, de técnico, de especialista en la clase política, le privan de la fuerza ideológica, del impulso, de la sonoridad que tuvieron los grandes forjadores del partido.

El Partido Socialista francés tiene ahora un «gobierno» minoritario. En un mal momento: el 10 de junio son las elecciones del Parlamento Europeo -que tanto están influyendo en la vida política de cada nación, como en Italia- y los socialistas franceses no quieren aparecer débiles. Hasta el punto de que Mitterrand ha aplazado sus conversaciones con el grupo CERES -más a la izquierda, más decidido a la lucha por la unidad general de la izquierda- hasta después de esas elecciones. Hasta entonces «gobernará» el partido sin fuerza mayoritaria. Para evitarlo, después tendrá que encontrar una síntesis entre su moción y la del CERES; no le será difícil, porque los delegados de ese grupo en el Congreso se han esforzado, en sus intervenciones, en buscar y exaltar los puntos en que hay mayores posibilidades de acuerdo con Mitterrand.

El problema del Partido Socialista francés se representa con una frase, ya antigua, de Rocard, repetida en Metz por numerosos oradores para negarla o aceptarla: la división entre las «dos culturas». Es un problema general de la izquierda. Una de las culturas sería la del ámbito occidental en que se desenvuelve: la unión europea, la inclusión en la OTAN, la aceptación del capitalismo para trabajar desde dentro y darje otro rostro, el rechazo de las socializaciones y las nacionalizaciones a ultranza. La otra significaría una mayor rigidez socialista, una continuación más firme de los principios marxistas. Aquélla es, para la izquierda, una obediencia al imperialismo americano; ésta, para la derecha, el camino del «Gulag». Los intentos de síntesis producen en la realidad más divisiones que aproximaciones. Es lógico que en el centro de todo ello esté el programa común de la izquierda y las formas de pacto con el Partido Comunista. Como también la tentación del «centro» o la búsqueda de alianzas con la derecha.

El congreso de Metz no ha debatido, en realidad, los grandes temas ideológicos que las dos posturas extremas y las varias intermedias suscitan, con lo que se trataría de debatir la verdadera identidad y la filiación del socialismo y de la izquierda en el mundo contemporáneo, sino que más bien toda la larga reunión ha estado destinada a tácticas y estrategias interiores.

El resultado final es incómodo para los militantes y los electores: les deja mal sabor de boca. Una situación vacilante, una cuestión de dirección aplazada, una serie de divisiones en el horizonte. Y la incertidumbre de saber si en las elecciones de 1981 Mitterrand volverá a ser candidato a la presidencia. Puede ser que su fuerza personal haya comenzado a declinar. Pero no se ve que Rocard, su rival, que anuncia ya que va a mantener dentro del partido una línea inflexible de oposición -«política militante y colectiva», aunque «no de procedimiento», a menos que «se vea obligado»-, tenga la capacidad organizadora de Mitterrand, sin que esta carencia la pueda compensar con un peso ideológico considerable. La continuidad es difícil; la sucesión, también.

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