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Tribuna
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El teatro de los circuitos populares

Los dramaturgos y teóricos no se ponen de acuerdo sobre los rasgos característicos que definan el «teatro popular», un término-concepto que provoca continuos debates en el ámbito teatral. El público madrileño no puede entrar en la polémica: no asiste al teatro y no existe un teatro popular. El ciudadano de Madrid, con una educación sentimental de apatía hacia el encierro de dos horas de ficción, siente un mareo de novedad cuando asiste a una representación. Los griegos iban a conocerse, a mirarse por dentro, con sus bocadillos y vecinos, una fiesta para compartir.La campaña de las elecciones municipales ha servido, por lo menos, para realizar un cheque urbano y psicológico, señalar las necesidades mínimas para tener ocupado el morbo del ocio y distraer, con unos brochazos de cultura, la salud mental de los ciudadanos estigmatizados por el aburrimiento y las ganas de vivir. A golpes de gráficos y estadísticas se revela el vacío. En la localización geográfica de los locales de teatro, Madrid presenta una gran mancha negra que no salpica. En el llamado «centro urbano», una imposición que va en contra de todas las leyes del urbanismo, se acumulan hasta veintidós salas teatrales, una densidad que ha servido para el triunfalismo al compararse con otras ciudades europeas y que ahora mismo no la mantiene una sociedad civilizada. Aparte de este «centro», concesión gratuita a la burguesía que impone las carteleras, el resto ya vive lejano y ausente de los pretendidos «lugares de encuentro», como definen al teatro los burócratas de despacho, En ese desierto cultural y de convivencia aparecen de vez en cuando algunos recintos con vocación de patio de vecindad, unos lugares para conocer los rostros que no son enemigos, unos centros para compartir una expresión artística que con mueva a la comunidad.

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Contra la humillación de ese «centro», que dicta modas y estéticas obligando a los periféricos a una larga marcha con pasaporte de favor para que conozcan de una forma acrítica «el arte de los dominadores», tendrán que luchar las asociaciones de vecinos, si quieren tener unos circuitos autónomos donde el teatro se convierta en una expresión vitalista que refleje la propia cultura. En este sentido se mueven los grupos de teatro, aficionados y profesionales, que en número superior a la veintena colocan los trastos de la vieja farsa y de la imaginación humana en los barrios de la ciudad.

Estos grupos atraviesan una crisis de identidad en sus formaciones, algunos de ellos están cansados al no recibir sus propuestas el aplauso de la ideología. A pesar de ello realizan un esfuerzo solitario frente al consciente abandono municipal y estatal; muchos espectadores conocen por primera vez el hecho teatral a través de estos grupos en continuas sesiones para un público infantil y adulto que no ha conocido el teatro en la escuela y está marginado, en la economía y. en la distancia, del teatro comercial.

En pocas ocasiones se reconocen las actividades de los centros culturales que quieren asumir la personalidad de los barrios. Cuando se intenta la creación de nuevos lugares entra en juego la legislación vigente, con una estricta aplicación que no se emplea en los locales asumidos. Como ejemplos están los problemas administrativos para poner en marcha las salas Cadarso, El Gayo Vallecano y Prosperidad. Si ya es casi imposible realizar funciones en locales cerrados, llevar el teatro a la calle, a los jardines y plazas, a garajes y naves industriales parece un tema de fantaficción. Sin demagogias y abstracciones, los grupos recorren circuitos universitarios y populares. En estos escenarios, en su mayoría improvisados, sin entrar en sus capacidades artísticas, un puñado de gentes de teatro asumen el compromiso del arte frente a un público inocente, ciudadanos que quieren programar su propia cartelera.

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