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Primavera

Rosa Montero

No sé si se habrán dado ustedes cuenta, pero al parecer estamos viviendo una primavera política particularmente afanosa y agitada, o eso dicen. Bien mirado, el mundo oficial se trae un trajín considerable y los acontecimiientos se suceden. Ahí está Suárez, dándonos una tabarra colosal con el asunto de su investidura. Y los nuevos diputados, aplaudiéndose a sí mismos con emocionado lagrimeo por encontrarse de nuevo aupados al escaño. Se nos informa que Alvarez Bis, es un joven muy enérgico y se le cuelga de nuestras farolas preferidas en unas fotos amparadas por el mismo flou que utiliza una Sara Montiel, sin ir más lejos: es eI viejo truco de desenfocar la imagen para borrar arrugas alcaldables, dulcificar los ángulos y embellecer en lo posible -que es obviamente poco- su sorprendente cabeza con forma de cerilla.A Tamames, en cambio, le tenemos convertido en un ejecutivo de avasallador empuje. Le lucen en mangas de camisa arrostrando estoicamente los riesgos de una gripe y sus cartelones le ofrecen como caminante infatigable, dando elásticas zancadas por encima de un fondo urbano y recambiable, que tal parecería que quieren presentar a don Ramón como el alcalde de las siete leguas. Y es de admirar el trote que están imponiendo los partidos a sus candidatos, porque incluso les arrastran al mercado a eso de las seis de la mañana, y ahí va, obediente y manso, el pobre Tierno, y se le ve sumido en un espasmo metafísico y madrugador entre los puestos de lechugas, contemplando con horror cómo las agüillas turbias y sanguíneas de las carnes en venta humedecen sus mangas profesorales, acostumbradas al despacho y no a estos sobresaltos. Y qué decir de Paquita, que otrora fue militante activa y dura en las barricadas y que hoy presenta una imagen de convencional y prudente ama de casa por el aquel del reclamo electoral. Una creía que la Sauquillo, en particular, y la mujer, en general, iban a ser otra cosa en los partidos de izquierdas.

Mientras tanto, don Blas se ha estrenado en el asunto democrático, y aparece por el Parlamento flanqueado de dos rotundos guardaespaldas, manteniendo una apariencia modélica, digna y cortés. Algo azarados, sin embargo, deben andar don Blas y sus amigos por la inorganicidad de su actual escaño, algo perdidos de sí mismos en estos primeros días, y así, Piñar llega al hemiciclo y se sitúa erróneamente entre socialistas circunspectos y comunistas risueños («entré despistado y me senté en el primer sitio libre que encontré»), y sus guardaespaldas están tan por la labor de ser amables, que uno de ellos, en el vértigo del estreno parlamentario, encendió inadvertidamente el bolígrafo que una periodista tenía entre los dientes, confundiéndolo con un cigarrillo, en su frenesí por tener un gesto servicial. No dan una. Y qué decir de la proclamación del presidente del Congreso, y de esa fotografía impresionante de Marisa Florez que ofrece la imagen de un Landelino Lavilla de sonrisa reventona, con su cara de hurón reteniendo malamente el gozo del triunfo, y al lado, con la mirada enceguecida de despecho, Alvarez de Miranda, el anterior presidente, masticando su orgullo malherido. Y es que son como mediocres jugadores de cartas, que no saben encajar victorias ni derrotas: la foto es una aterradora radiografía del poder.

Así es que, si uno se fija, estamos viviendo una primavera política convulsa y exaltada. Pero a mí, si hay que ser sinceros, lo único que me interesa de ella es que sea precisamente eso, primavera. Es decir, que los días se nos vayan apretando de soles y calores a estrenar, que las calles se llenen con los primerizos olores a verano, turbadores y muy vivos. Tan vivos que hacen resaltar aún más lo mortecino del mundo oficial y te imprimen una lamentable y amarga certidumbre: que la primavera es nuestra y la política es ajena.

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