Hacer cultura para hacer política
Que me perdone mi admirado amigo el profesor Aranguren: alguna torpeza de expresión en mi artículo «Sansueña bosteza» (EL PAÍS, 4-III-79) ha debido inducirle a creer que yo hago a su conducta como intelectual público algún «implícito reproche» (EL PAÍS de 16 de marzo). Rectifico inmediatamente esa posible torpeza: Aranguren es uno de nuestros hombres de mayor envergadura intelectual y ética y no ha vacilado nunca en poner su acerada pluma y su valerosa acción cívica al servicio de los ideales de una comunidad democrática. Con una docena de hombres como él otro gallo nos cantara: nuestra cultura -y, estoy seguro, también nuestra política- no serían lo que son hoy. ¿Cómo no habría de proclamar yo tal evidencia? Ya lo decía en mi artículo: él es «uno de los pocos que no dudan en cumplir con el deber... de romper la baraja con que juegan los profesionales de la política y de llamarlos al orden: el orden de la cualidad, de los valores de la libertad y la justicia ... ».Mi amistosa llamada a los hombres de cultura españoles para que, frente a los políticos de profesión, afirmen su papel histórico de «obreros de la cualidad» no puede, pues, en modo alguno, dirigirse a Aranguren. El ya está en esa brecha desde hace mucho tiempo. Y tengo la convicción de que, pese a lo que pudieran dejar entrever sus palabras de ahora, lo encontraremos siempre presto a la crítica cultural, cívico-ética de la política, a la denuncia de «ese juego de puro asalto al Poder» de que habla y que tan malhadada y torpemente practican tantos de nuestros campeonísimos de la cosa pública.
Me permitirá, de todos modos, que discrepe de él en algunos matices, derivados quizá de nuestra distinta experiencia personal e histórica. Es muy posible que yo esté «mal acostumbrado» por el hecho de vivir en Francia, país, en efecto, muy intelectualizado, aunque a menudo sólo superficialmente. (A decir verdad, en esto siempre me he sentido más cerca de Italia que de Francia, cuyos intelectuales les van muy a la zaga a los italianos en lo que atañe a intervención crítica y creadora en los asuntos políticos.) Ahora bien, ¿sería excesivo preguntarse si las largas estancias de Aranguren en Estados Unidos y su íntimo conocimiento de la vida pública norteamericana no influyen también sobre él, de modo que en ocasiones ve los asuntos europeos con un prisma más propio para examinar lo que en aquel país acontece? En este sentido, le pasaría un poco lo que a un Marcuse, a quien justamente se le ha reprochado calcar a veces sin la suficiente cautela esquemas adecuados para Norteamérica a la realidad sociopolítica de nuestros países.
Y voy al punto concreto que me interesa discutir: el de la relación del hombre de cultura (del intelectual, como se dice menos precisamente) con la política práctica o, si se quiere, con el «juego del Poder» y de los partidos. Según Aranguren, «los intelectuales tenemos poco que hacer en tal contienda». Y es aquí donde me parece que extrapola demasiado tajantemente el ejemplo estadounidense. Que a los hombres de cultura norteamericanos nada se les haya perdido en esos mastodontes oligárquico - burocrático - publicitarios que son el Partido Demócrata y el Republicano, monopolizadores del juego político, me parece claro como el agua. ¿Puede decirse lo mismo de los partidos europeos? La historia nos dirá un día si, en esto como en otras cosas, Estados Unidos no hacía más que abrir el camino a las sociedades capitalistas de Occidente. Pero, por ahora, la situación es, en lo profundo, muy distinta.
No voy a negar -no hago otra cosa sino denunciarlo- el proceso de oligarquización burocrática de los partidos llamados democrátIcos en Europa, ese proceso que hace ya casi setenta años desenmascarara el libro, por tantas razones profético, de Robert Michels sobre los partidos políticos y las tendencias oligárquicas de las democracias. Radica aquí, pienso, uno de los problemas -e incógnitas- capitales con que se enfrentan nuestras sociedades hiperdesarrolladas y «vacuo-consumistas». De la lucha contra esas tendencias a la corrupción de la democracia han surgido algunos de los rasgos más valiosos de la cultura política actual (que mayo del 68 puso de moda, pero no inventó): crítica de la burocracia («socialista» o capitalista), llamada a la espontaneidad y a la participación de las masas, revalorización del sentimiento utopista (la «utopía posible», como diría un Leszek KoIakowski) frente a la «Realpolitik» lenin-estalinista o socialdemocrática, generalización y profundización de la idea de autogestión, etcétera. El carácter muy directamente cultural de la mayoría de esos nuevos rasgos pone justamente de relieve que la cultura está más que nunca irrenunciablemente embarcada en el combate por desoligarquizar la política «democrática», por someterla a los imperativos de la cualidad frente al reinado de la cantidad.
El hombre de cultura puede, pues, a mi juicio, eludir cada vez menos ese combate, en la medida en que no puede escapar a una sociedad cuyos valores dominantes, impuestos por las oligarquías económicas y políticas, le ofenden y le hieren en lo que le es más íntimo y precioso.
Pero ¿cómo librar ese combale? Repito: estamos en la Europa occidental, no en Estados Unidos. Sería, a, estas alturas de nuestra experiencia histórica, pura insensatez afirmar que la lucha sólo puede librarse en el interior de los partidos o en sus aledaños (con afirmaciones de esa guisa se levanta todo gulag cultural). No hace falta, ni mucho menos, militar para combatir culturalmente en pro de una política justa.
¿Será, en cambio, legítimo sostener lo contrario: que sólo fuera de los partidos es factible llevar adelante el combate antioligárquico y libertario de la cultura? Aquí no puedo sino disentir del profesor Aranguren: mi respuesta es negativa.
Militante o no, dentro o fuera de un partido, el intelectual tiene siempre ante sí el mismo combate: la defensa de los valores de la libertad y la justicia, ese conjunto de ideas y de imágenes tan vagos, pero tan vibrantes, que para tantos de nosotros se encarnan hoy en el socialismo como ética y modo de civilización. «Jugar a la cultura» («lo mejor, por no decir lo único, que nosotros podemos hacer», propone Aranguren) también se puede hacer como militante en el seno de un partido. Simplemente, la tarea es, con seguridad, más ardua y más expuesta a corrupciones y desvíaciones (recuérdense los análisis de Michels sobre la metamorfosis del militante convertido en jefe). Pero también ofrece sus ventajas.
Porque en el seno de los partidos democráticos (que en Occidente son, en lo esencial, los partidos del socialismo, pese a todas las salvedades y contradicciones manifiestas) bullen, germinan, florecen también los valores libertarlos de la cultura (como el mismo Michels reconoce: frente a la oligarquización, tendencia a la participación generalizada). Quien escribe estas líneas -soldado raso del socialismo y que nunca pasará de serlo- puede dar testimonio directo de ese fondo ético-cultural que aún impide la oligarquización total de los partidos del socialismo y que representan decenas de miles de modestos y callados militantes (trabajadores, a veces, poco ilustrados, «académicamente » analfabetos), a algunos de los cuales he visto temblar de indignación o de desconcierto ante el baratillo que, en las esferas del Poder, bachilleres y abogadillos, expertos en inanidades numéricas y políticos antl creadores hacen de lo que ellos tienen de más preciado: los ideales que les han llevado a militar desde la situación social de dependencia y explotación material y espiritual a que la sociedad burguesa los condena. Y es que también la lucha de clases es cteadora de valores culturales.
Una nota final al vigoroso artículo de Aranguren: llegar a ser alcalde de Madrid, si es que llega, en modo alguno puede ser una derrota para el hombre de cultura que es Tierno Galván (al fin y al cabo, el urbanismo de las grandes ciudades modernas es uno de los problemas más colosalmente graves con que se enfrenta la vida y, por tanto, la cultura de nuestros días). En cuanto al esfuerzo por mantener los valores de la cultura en la política, dudo que Tierno haya renunciado a él y abrigo la esperanza de que aún no ha dicho su última palabra.
Sansueña, querido profesor Aranguren, esta aún dolorida tierra de Alvargonzález, les necesita a usted y a Tierno, cada uno en el sitio que ha elegido, para no ser completamente indigna de aquellos de sus mejores poetas que la soñaron, si a veces para maldecirla.
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