Divorcio creciente en Francia entre la opinión pública y la clase política
« Espectáculo desconsolador», «el Parlamento se divierte», «tumulto y confusión en la Asamblea Nacional», «pantomima», «espectáculo irreal». Los titulares precedentes repetidos aparecieron ayer, prácticamente, en toda la prensa nacional. No sólo los diarios parisienses, desde el derechista L´Aurore, hasta el marginal Liberation, pasando por el conservador Le Figaro y el socializante Le Matin, sino también los más representativos de provincias. Así se manifestaba la decepción, tras una sesión extraordinaria del Parlamento sobre el empleo y la información, preparada por la clase política con minucia publicitaria y que, al final, «ni resolvió nada, ni clarificó nada de lo que les importa a los franceses», según estimación de la mayoría de los comentaristas. Esto fue rubricado humorísticamente ayer por una caricatura del diario Le Monde en la que se apreciaba un grupo de ciudadanos con pancartas pidiendo empleo y a un severo y respetable guardia republicano calmándolos: «Dejen hablar a las gentes calificadas», les decía, apuntando a los diputados que interpretaban una escena dantesca sobre el tejado de la Asamblea Nacional, patas arriba los unos, vocifereando los otros, declamando por acá, cuchicheando por allá.
Los franceses desconfían
El Partido Comunista francés (PCF), alarmado por esta indiferencia general del país ante las actividades de los políticos, le explicó a los franceses lo que había ocurrido. A mediodía, el secretario general del partido, Georges Marcháis, en una entrevista ofrecida a la TV, con gran solemnidad, dijo: «Me elevo vigorosamente contra la campaña antiparlamentaria concebida y orquestada por el presidente de la República», que, según el líder comunista, manipuló a todos los órganos de prensa del país.La semana pasada, el semanario conservador Le Point hizo público un sondeo nacional sobre la cuestión: sólo el 21 % de los franceses estiman que «los partidos políticos sirven al interés público», mientras el 71% piensan que se puede jugar un papel en la vida social sin militar en un partido político. La clase política gala, aunque con fórmulas ambiguas, tiende a culpar a los franceses. Anteayer constituyó un espectáculo el grito desesperado de un diputado socialista en la Asamblea que, en medio de un concierto de incoherencias y tumultos, preguntó: «¿Qué hacemos aquí?». El problema . más -acuciante,en Francia quizá parece ser es común al mundo industrializado occidental: hace algunos meses, el Parlamento Europeo organizó un debate sobre la utilidad en las sociedades modernas de unos partidos políticos que, en Francia al menos, parecen ofuscados por dificultades que no sensibilizan a la opinión.
A guisa de explicación, el citado semanario estimaba que «la clase política da vueltas en el vacío», y concluía: «De la derecha a la izquierda, pasando por el Gobierno, en todos los aspectos y en todos los momento, le practica por parte de los políticos la mentira y el doble lenguaje. La impotencia se esponde tras el desprecio y el oportunismo tras los pliegues de la bandera.» Esta impotencia de la clase política tradicional ha estallado espectacularmente justo un año después del fracaso, calificado de histórico, de la coalición de izquierdas en los comicios legislativas de marzo de 1978. Aquella derrota le benefició totalmente al presidente, Valéry Giscard d'Estaing, que, desde entonces, ejerce casi soberanamente los amplísimos poderes que le otorga la Constitución. Pero a lo largo de este año se ha reafirmado un nuevo elemento decisivo de la vida pública francesa: la agravación de la crisis económica, dramatizada más aún por unas perspectívas angustiosas. Ni la derecha, ni la izquierda, ni sus programas, ni sus ideas, tal como ha demostrado el «juego parlamentario» de los tres últimos días, parecen armados para encarar la sociedad de crisis que puso en marcha algo tan ariodino, a primera vista, como lo fue la subida del petróleo en 1973. Un senador independiente, Pierre Marcilhacy, en un artículo titulado «La verdad», publicado ayer en la primera página de Le Monde, a modo de remate del espectáculo parlamentario, acusaba al Gobierno y a toda la clase política de esa falta de «verdad a los franceses», que estaría en el origen de la degeneración del personal constitucionalmente representativo.
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