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Tribuna:
Tribuna
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Holocausto

Leo en una revista amarilla que las dos polémicas que atraen la atención del ciudadano medio español son las que han organizado alrededor de la serie Holocausto y de la versión, también hollywoodense, de Superman. La noticia es simpática pero inquietante. Sabía que la luz es bastante más veloz que el sonido. Ignoraba que el trueno hubiese ganado la carrera al relámpago en asuntos consumísticos.Las leyes del mercado cultural se han emancipado por arte de plusvalía de los tradicionales patrones de la física, de la cosmología y de la meteorología, y han jubilado sin contemplaciones las teorías del «antes» y del «después», que tanto juego dieron en el negocio del pensamiento occidental, desde los presocráticos hasta los posestructuralistas.

No defiendo ni por un instante, ni por una frase, la inmutabilidad del viejo orden del discurso judeocristiano y hasta es posible que sin esos semáforos temporespaciales la libre circulación de las ideas «liebres» podría causar serios problemas a los controladores de Iberia. Constato con periférica perplejidad la inversión trascendental que se está operando en nuestras costumbres, porque primero es la discusión, la comunicación y la pasión, y cuando ya todo quisque está harto de la pelotera mitológica de turno, agotado el tema, el interés y la paciencia, acontece la lectura, la visión o la contemplación del dirimido producto.

Lo hemos polemizado todo de Holocausto y aún habrá que esperar varios meses para que los chicos de Prado del Rey tengan a bien meter el telefilme en nuestros hogares. Estamos aburridos como ostras de la bahía de Hudson de las previsibles ramificaciones de la industria supermaniana, con la casa decorada de reliquias seriadas del nuevo ice-cream de recambio y todavía tenemos que asistir, hoy, al estreno de la infantilidad dichosa.

Habrá que acostumbrarse sin dramatismos a esta revolucionaria modalidad del marketing, que eso sí, va a incrementar de manera considerable el paro nacional, porque a ver dónde colocamos a esa legión de comentaristas del a posteriori formada por críticos, directores de cine-club, animadores de casas de la cultura, exégetas de provincias con la frustración puesta en la capital, redundantes del alma, oficiantes entrañables de la ceremonia de lo obvio, profesionales del coloquio bostezal, del bostezo coloquial, queridos hijos del cine-forum parroquial.

Lo que ahora causa furor planetario es la hermenéutica del a priori. El acontecimiento, y no sólo en la ficción, se traslada del happy end al trailer: a las polémicas iniciáticas, a las informaciones previas, a los spots publicitarios, a los sondeos electorales, a la industria ligera del introito.

Pobre del columnista, por citar mi pobre ejemplo, que dedique sus prosas a recrear lo sucedido, lo visto, lo digerido, lo consumido. La novela se ha hecho periodismo y el periodismo ha de preludiar la novela del mundo. Las excepciones a este nuevo imperativo categórico, y a mi derecha, según se mira esta página, admiro una de las más brillantes, han de ser interpretadas como oficio impagable de la resistencia narrativa: testimonio de la guerrilla literaria que se niega a ser devorada por esa nueva lógica de la certidumbre que intenta vacunamos contra lo desconocido, mágicos distorsionadores de la vulgata betselleriana, provocadores del estilo libre directo y circunstancial.

Escribo estas cosas junto al Mediterráneo, cuando lo habitual es tramarlas entre El Molinón y el Cantábrico, con el siroco sustituyendo al nordeste y transformadas las gaviotas, mis únicos animales domésticos, en espesas turistas germanas. Escribo rodeado de naciones y de nacionalidades, de patrias y de geopolíticas. Sin acuerdos demasiado jurídicos entre sí, en plena torre de Babel con olor a mostaza, hamburguesa y catsup. Pero escribo impresionado por las similitudes holocáusticas y supermanianas que se detectan por encima de los idiomas y de las culturas que junto a mí toman el sol.

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