Los signos del nuevo pontificado
Consejero de PRISALa elección del cardenal arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, como Sumo Pontífice, ha supuesto no sólo la ruptura de una costumbre ya secular de Papas cuyo origen era italiano, sino también la introducción de nuevas formas de entender el pontificado.
Así se ha puesto de relieve desde el primer momento con el gesto y la palabra, trastocando los usos consuetudinarios de la Curia y conmoviendo las conciencias, ante la expectación de un mundo sacudido por la avalancha del materialismo, por las tensiones sociales que genera la injusticia y por la violación de los derechos fundamentales de la persona, corno secuela del olvido o menosprecio de la superior dignidad humana y del sometimiento del hombre por el Estado.
Perfecto conocedor de esta realidad lacerante, que tiene su más acabada expresión en los países socialistas, aunque también impera en otras zonas del planeta, Juan Pablo II, fiel a su misión pastoral, ha insistido una y otra vez, con voz firme, rigurosa y coherente, en el gran objetivo de nuestra época: rescatar al hombre de la miseria física y moral, situando los valores del espíritu en el plano sustantivo que les corresponde.
Basado en una concepción integral de la persona humana, Su Santidad el Papa ha defendido vigorosamente y sin ninguna clase de eufemismos la primacía del hombre, clamando por su auténtica liberación de todas aquellas ataduras que lo esclavizan, degradan o envilecen. En este sentido, la Iglesia tiene ante sí una tarea ineludible y permanente: la comunicación de la verdad, contenida en el Evangelio e interpretada por el magisterio, sin tapujos ni deformaciones, eludiendo, además, el reduccionismo al uso, a consecuencia del cual se pretende convertir la doctrina cristiana en una ideología y a Jesucristo en un simple revolucionario político.
Defensa del hombre en toda su dimensión, defensa de los derechos fundamentales de la persona, lectura correcta del Evangelio, fidelidad a la palabra, fidelidad al sagrado ministerio sacerdotal, tales son las premisas del mensaje de Juan Pablo II, mensaje que no es ni conservador ni progresista, como sostienen algunos cronistas superficiales, sino una cabal reafirmación de lo que significa ahora y siempre el cristianismo.
De acuerdo con esta visión plenaria de la existencia humana y del mensaje de Cristo, Juan Pablo II ha recordado los fundamentos doctrinales del catolicismo, precisando con toda claridad las responsabilidades inherentes al ser cristiano, deslindando lo que es función esencial de la Iglesia -evangelizar- de las tentaciones politizadoras. Porque si la Iglesia se dejara llevar por estas tendencias «clericales», presentadas hoy paradójicamente como nuevas, recaería sin más en viejas confusiones entre el poder temporal y el poder sobrenatural, deviniendo el Papa una suerte de ayatollah, y el papado un poder indiscutiblemente teocrático.
El Papa ha realizado una recapitulación rigurosa de los puntos sustanciales del cristianismo, enjuiciando las principales cuestiones desde perspectivas terrenas y supraterrenas, con objeto de conseguir el encaje correcto de cada tema, empezando por la propia misión trascendente que compete a la Iglesia, sus ministros y a cada uno de los integrantes del pueblo cristiano.
Esta actitud, que puede calificarse de evangelizadora y universal, constituye una constante del actual papado, como puede comprobarse releyendo las alocuciones de Juan Pablo II. Tanto el discurso inaugural de su pontificado como el mensaje de Navidad abordan estos asuntos en el sentido indicado. Así se evidencia, además, en otros parlamentos menores, testimonio irrefutable de esa preocupación constante del Papa por la dignidad de la persona humana, con todas sus implicaciones. Pero si alguna duda cabía al respecto, la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, inaugurada por Su Santidad el 28 de enero último en Puebla, México, bastaría para disiparla.
Allí, en efecto, Juan Pablo II, contra el pronóstico de los agoreros, que predecían una involución, y contra el relato inexacto de ciertos comentaristas, ciegos para la dimensión trascendente de la Iglesia, proclamó sin equívocos la defensa de la dignidad humana, la cual lleva aparejada la legítima reivindicación de todos los derechos políticos, económicos y sociales, y el compromiso de verdad anejo a la misión de salvación encomendada por Cristo a Pedro y a sus sucesores.
No ha habido, pues, elusión de las responsabilidades fundamentales: defensa de los derechos humanos, condena de los atropellos contra la persona -«la Iglesia ve con profundo dolor el aumento, masivo a veces, de violaciones de derechos humanos en muchas partes del mundo»- y reivindicación del principio de justicia -«sobre toda, propiedad privada grava una hipoteca social»-. Por el contrario, el Papa, además, dijo lo siguiente: «Hay que alentar los compromisos pastorales en este campo con una recta concepción cristiana de la liberación. La Iglesia siente el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, el deber de ayudar a que se consolide esta liberación; pero existe también el deber correspondiente de proclamar la liberación en su sentido integral, profundo, como lo anunció y realizó Jesús. Liberación que dentro de la misión propia de la Iglesia no se reduzca a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural; que no se sacrifique a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo. »
Como se ve, el Papa ha sido rotundo en el rechazo de todas las causas y situaciones que lesionan y pisotean la dignidad del hombre. Sobre este particular, su repulsa no ofrece ningún género de duda. La condena es tajante, ya se trate de circunstancias materiales o morales.
Las palabras de Juan Pablo II son inequívocas y vale la pena transcribirlas literalmente. Dice, por ejemplo: «Esta dignidad es conculcada, a nivel individual, cuando no son debidamente tenidos en cuenta valores como la libertad, el derecho a profesar la religión, la integridad física y psíquica, el derecho a los bienes esenciales, a la vida... Es conculcada, a nivel social y político, cuando el hombre no puede ejercer su derecho de participación o es sujeto a injustas e ilegítimas coerciones, o sometido a torturas físicas o psíquicas, etcétera.» ( ... ) «No ignoro cuántos problemas se plantean hoy, en esta materia, en América Latina. Como obispos no podéis desinteresaros de ellos.»
Tenía razón el New York Times al sospechar, en los primeros días del pontificado de Juan Pablo II, que «la causa de los derechos humanos, en muchos sitios, ha ganado un influyente nuevo campeón».
Lo que no ha hecho el Papa es condenar la llamada teología de la liberación, pese al empeño de algunos comentaristas desplazados expresamente a México, como se ha escrito incluso en este periódico. Mal podía hacerlo Juan Pablo II cuando considera que esa teología no es tal y constituye tan sólo una formulación sociológica, según palabras dirigidas a los periodistas que viajaron con Su Santidad en el avión que le transportó a Santo Domingo y México, tomo reseñó en su día Le Monde.
En última instancia, si lamentable es que se desconozca o desprecie una doctrina de salvación y de vida como es el cristianismo en su acepción exacta, peor aún es que, a estas alturas, se la tergiverse con singular desparpajo, hasta el extremo de atribuir al Sumo Pontífice de la Iglesia católica palabras que no se corresponden con su sentido genuino y verdadero.
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