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Escasa mayoría en favor de la autonomía escocesa

Después de todo, el futuro de Escocia pueden no decidirlo hoy los escoceses si, como sugieren las consultas de opinión, hay una mayoría en favor del sí autonomista pero no se llega al 40% de votos afirmativos (1.498.000) sobre el total del censo, que se requiere por ley para el retorno automático de un Parlamento a Edimburgo, después de 270 años de unión con Inglaterra.

Aunque nadie ha sido capaz de obtener del primer ministro una respuesta sobre sus planes inmediatos si falla el referéndum escoces (wait and see, esperar y ver, es todo lo manifestado por el señor Callaghan), pocos dudan que el Gobierno británico intentará sacar adelante la Asamblea que se, contempla en la ley de devolución de poderes si una mayoría de los votantes del país escocés se pronuncian por ella, aunque no se alcance el requisito del 40%, que en la práctica supone un millón y medio de votos favorables.En este caso el primer ministro se vería forzado a pedir al Parlamento la revocación de la fallida ley sobre Escocia, para pedir inmediatamente después que se votara contra esa misma revocación. Todo dependería entonces de que los diputados laboristas acataran la disciplina de partido o votaran en conciencia. Lo último supondría inevitablemente la muerte definitiva de la ley autonómica -que el Parlamento aprobó de evidente mala gana el año pasado-, pero también unas virtualmente seguras elecciones anticipadas en un momento crítico para el partido gobernante. Para los más alarmistas, negarle a Escocia en estos momentos una autonomía querida por la mayoría conduciría en pocos años a un nuevo Ulster y sería un pasaporte seguro a la creación de un «ejército republicano escocés».

Factor oscurecedor

Así, esta famosa enmienda del 40% -introducida precisamente en los Comunes por un diputado laborista antidevolucionista- se ha convertido en un factor oscurecedor de los temas importantes y en un elemento clave del referéndum de hoy en Escocia: más clave en la medida en que aumenta la probabilidad de que la consulta no produzca un voto automático en favor de la descentralización -que requeriría una participación electoral superior al 70%, con lo cual, y por primera vez en la historia electoral británica, la abstención tendrá los efectos prácticos de un no.El endurecimiento de los contrarios a la ley, la apelación a su rechazo hecha ayer por la líder de la oposición conservadora y la división sobre el tema que existe en las propias filas laboristas, amenazan ahora mismo el desenlace de lo que comenzó siendo un proyecto político para frenar un nacionalismo en auge y proteger la «base norte» del partido gobernante.

Entretanto, los perfiles del futuro Parlamento escocés no inspiran demasiado entusiasmo a un votante que teme el saqueo de su bolsillo para el sostenimiento de una nueva burocracia y desconfía del poder otorgado a su órgano de representación. Londres, por añadidura, se ha apresurado a precisar y reiterar que el petróleo del mar del Norte es de todos los británicos y que Escocia no recibirá de él más parte que la equitativa.

La Asamblea que se pretende para Edimburgo, con ser sus competencias mucho más amplias que las de Gales, no pasa de ser un proyecto de moderada descentralización. Ciento cincuenta miembros elegidos se sentarán en ella durante cuatro años para legislar o aplicar leyes sobre una buena parte de los asuntos de ámbito escocés: desde la sanidad y la vivienda a la educación, pasando por las carreteras y los transportes, o las leyes civiles y penales, ya diferentes de las inglesas. Pero este amplio espectro de competencias genéricas está decisivamente limitado por el grado de poder otorgado en aspectos concretos y, sobre todo, en las materias no devueltas en absoluto.

Por ejemplo, Edimburgo no podrá legislar sobre educación superior, tráfico, relaciones laborales, alimentación, medicinas, aborto o seguridad social. Más importante, la soberanía seguirá rescindiendo en el Parlamento de Londres, que no delegará ninguno de sus poderes en materia de política económica e industrial, fiscal, defensiva, de relaciones exteriores, etcétera. Edimburgo tampoco podrá decretar ni recaudar impuestos y la subsistencia de su Administración dependerá de una cantidad anual acordada en Westminster, que retiene además el derecho de veto sobre cualquier legislación emanada de Edimburgo y que se considere perjudicial para los intereses colectivos. La ley de Escocia, como la de Gales, delega en los Parlamentos respectivos el poder para enmendarla. El Reino Unido continuará siendo un Estado único y soberano y su Gobierno el único interlocutor válido en el terreno internacional.

Hasta entre los más moderados de entre quienes lo apoyan escasea el entusiasmo sobre las posibilidades de semejante Parlamento. Aparte de los grandes factores señalados están otros como el procedimiento electoral, a medida del Partido Laborista, o la incongruencia de que la Asamblea no coincida en su período de vigencia con el Parlamento de Londres, con lo cual puede darse el caso de una Administración laborista en Edimburgo «entendiéndose» con un gobierno conservador en Inglaterra.

Al fantasma independentista, las dudas sobre la efectividad de la Asamblea y el miedo a mayores impuestos y creciente burocracia, los medios de negocios, abrumadoramente contrarios a la propuesta autotiómica, han añadido su propio peso y su dinero. A esta formidable coalición se opone hoy en las urnas la fe nacionalista.

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