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Dale chocolate a la máquina

Has entrado a media altura en el espacio aéreo de la democracia, con los brazos abiertos, el cerebelo girando como una hélice, con una tarta de choco late en el cogote hasta aterrizar en el colegio electoral. Las señales que oyes no son de controladores de vuelo, sino los pitidos del gallup, que está redactando una buenaventura de tres gustos a cada partido político las pulsaciones del computador que confecciona el horóscopo de tu voto. Todoel país tiene los chufos del encefalograma puestos, las encuestas analizan el espectro cerebral de los es pañoles desde el coma profundo hasta la manía:Planeas con las alas del chaquetón de india apache abiertas, impregnadas con todas las radiaciones de los lugares sagrados donde bias vivido. Ya está adelantada la primavera, gotea luminosamente el deshielo, se abren los bótones de los cerezos y tus serios están también en plena gemación. Acabas de cumplir la edad reglamentaria y ya te han metido en Ia olla, tu nombre ha cebado aquí una máquina mientras estabas lejos.

Ahora vienes de Amterdam, todavía carnosa con el cerebro lavado con lejía conejo. Tumbada en la pendiente de lona que ha chamuscado un ejército de fumadoresen la penumbra descoyuntada por los calambres de música, les ha visto el aura al negro del saxofón, espacio magnético que se ilumina alrededor de sus rizos, de su piel licuada en el aire con reflejos de seda, el quebrado paraje de su bragueta que despide rayos como el viril de la custodia y de pronto te encuentras frente a los destellos de una urna de plástico arañado, llena de aleluyas.

Desde que un día te largaste dejando las sábanas revueltas y a tus padres, con babuchas, en la salita de estar viendo el directísimo de Iñigo han pasado tres años. Ya ves, mientras, tú, en Balí, con las patitas abiertas de amor tándrico, sorbías con paja las buenas vibraciones de un coco loco, tus paisanos aquí consolidaban la famosa democracia. Tú, en el Machu Pichu, apacentando llamas sagradas y nosotros, aquí, contemplando, ¡ay! dolor, a Martín Villa cómo nos explicaba la libertad en la pizarra, con un puntero.

Pero de repente has vuelto con la felicidad puesta a este espacio lleno de encuestas y tus padres siguen con babuchas en la salita de estar frente a un programa de Iñigo. No sabes bien lo que buscas, tal vez hacer algún documental, traducir del inglés lo último de Krishnamurti, enseñar el sexo en Pasapoga, vender biblias por las casas, ensartar collares con dientes de búfalo, no lo sabes bien; siempre con la maleta en la mano, llena de libros, cambiando de pensión cada tres días asta alcanzar un apeadero de treinta metros cuadrados, tercero C, extensión 225, de una amiga que conociste en Londres hace dos años y que ahora se ha convertido en un cruce de caminos entre viejos desertores de Vietnam y púberes de quince años que abandonan el hogar con el rosario del padre Peyton, colgado en plan ibicenco.

Oficialmente, según las máquinas, tú eres una pasota y no vas a votar. Pero estás censada ya hasta la muerte. Y de golpe, para fomentar el pánico, has decidido entrar a media altura en el espacio aéreo de esta democracia con el cerebelo girando como una hélice, planeando alrededor del colegio electoral con las alas abiertas del chaquetón de india apache, con una tarta de chocolate en el cogote. Las máquinas están perfeccionadas y apuran los presagios con un grado científico. Pero no hay máquina que sepa cuál va a ser el veredicto de tu papeleta. Ellos están acongoja dos porque al verte ha saltado un muelle del ordenador. Nadie sabe, si eres reaccionaria o progresista, si vas a votar al socialismo o vas a escribir una receta vegetariana en el papelito. Ellos te tenían apuntada en el apartado de pasotas, de las que se alimentan de alpiste. Pero al verte frente a la urna, la com putadora se ha vuelto loca y con pitidos de morse ha dado el mensaje: yo también quiero chocolate. Y tu has cogido la tarta y se la has regalado a la máquina.

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