La ley del silencio
Existen muchos géneros de silencios, desde los místicos hasta los administrativos, desde el olvido hasta la afonía, desde el secreto oriental hasta la sabiduría wittgensteiniana, desde la mordaza hasta el nudo en la garganta. Su jurisprudencia social también es infinita y unas veces exculpan al silenciario y otras castigan al silente.Nos cabe la satisfacción de»haber enriquecido la abertal tipología del silencio. Para ser exactos y justos, el honor le corresponde a la radio y a la televisión del Estado español. Al cabo de sus celebrados tratos con la objetividad informativa, relación criminal que Borges tendría la obligación de incluir en la próxima edición de su Historia universal de la infamia, han descubierto en la callada por respuesta la mejor de las astucias electorales.
Lo común era utilizar con desfachatez airosa los llamados informativos audiovisuales del Estado para comunicar directa o subliminalmente determinados mensajes políticos. No en vano les habían otorgado el nombre de «servicios», para que quedara fuera de dudas su condición doméstica, sin olvidar tampoco la irredenta intransitividad que emana del propio verbo «servir».
No parecía lógico esperar sustanciales cambios en estos diarios de la radio y, sobre todo, de la televisión durante el período propagandístico legal, puesto que se habían pasado toda la legislatura haciendo propaganda ilegal. Incluso era lo deseable: tan acostumbrados estábamos a la manipulación gubernamental de los medios, que la muy popular y comentada manipulación cotidiana de los telediarios llegó a ser la mejor garantía de su neutralidad. El mensaje se hizo ruido de tanto llover sobre mojado y habitó entre nosotros.
Entonces sucedió lo imprevisible: de la noche a la mañana los informativos radiotelevisuales dejaron de transmitir sus tradicionales propagandas cubiertas, encubiertas y descubiertas y sobre el indiscutible acontecimiento político nacional se hizo el más bíblico de los silencios. Y lo razonaron doblemente: no querían influir sobre nosotros con sus diarios ordinarios y como compensación ofrecían los extraordinarios spots electorales de las distintas siglas. El resultado de todo esto incrementa sensiblemente el ya repleto catálogo dadaísta: un ciudadano que sólo estuviera conectado con la realidad nacional por medio de los noticiarios del Estado, hipótesis sonora muy verosímil, tendría grandes dificultades para enterarse de que estamos en vísperas de las generales y de las municipales.
Justifican su actitud insólita por prurito extremo de independencia, pero por fuerza razonadora hay que sospechar de este silencio que sobresale en el guirigay presente. Mi argumentación no hubiera sido desestimada por el doctor Watson: si la radio y la televisión hacían machacona propaganda electoral cuando estaban limpios y callados los muros de la patria mía, y enmudecen en el instante preciso en el que no queda superficie expresiva libre de pecado electoralista, ¿qué diabólica artimaña politiquera se oculta en los fondos de esta inquietante laguna informativa?
Nuestro imperdonable error consistió en identificar con precipitación la propaganda política con la palabra. Y en atribuir al silencio virtudes neutralizadoras, en consecuencia. Han callado, pero sus mensajes acumulados siguen flotando impunemente por las ondas hertzianas, sabedores de que el silencio permite, como diría el filósofo Vidal Peña, el bombardeo del recuerdo: tibia soledad de la bañera donde el heno de pravia concita la espuma de la remembranza de la niñez: esas percutientes y obsesivas propagandas antiguas, que sólo esperan la oquedad del presente para precipitarse como buitres en celo en ese sólo en apariencia inocente vacío informativo que tan magistralmente han sabido fingir. Múltiples técnicas retóricas del pasado abonan la moderna eficacia publicitaria de este agobiante silencio radiotelevisual: la «soledad sonora» gongorina o el «diuturnus silentius» ciceroniano. Se las saben todas.
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