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Nuestra ciencia / y 3

El problema de nuestra participación en la historia de la ciencia obliga a poner los ojos -otra vez- en el animoso, pero insuficiente juicio diagnóstico de Cajal: «España es un país intelectualmente atrasado, no un país decadente... Nuestros males no son constitucionales, sino circunstancial es, adventicios. España no es un pueblo degenerado, sino ineducado.» Es animoso este juicio, porque afirma sin rodeos la posibilidad de curarnos por completo de nuestra inveterada deficiencia intelectual; es insuficiente porque ni su formulación ni su contexto exponen de manera satisfactoria el porqué de ese atraso y esa ineducación científica de los españoles. Tomando sus palabras como punto de partida, y englobando en la reflexión causas, efectos y remedios, intentaré trazar las líneas, maestras de una política que nos. permita acercarnos a la meta deseable: producir en cantidad y en calidad, de manera habitual, la ciencia correspondiente a un país europeo de 35 millones de habitantes.No es fácil el empeño. Ante todo, porque su logro exige emplearse a fondo durante un tiempo no inferior a varios lustros. En un país que hizo del «pronunciamiento » prenda y expresión de su esperanza política, acaso no sean pocos los que piensen que una buena ley sería el óptimo comienzo de la solución. No pienso así. Más que de una buena ley, yo -en este caso, al menos- preferiría hablar de un buen plan: una pauta de acción que prevea con claridad el fin a que se aspira, las grandes líneas del acceso hacia él y, en forma flexible y revisable, las sucesivas etapas del camino a la vista. No parece irrazonable hablar de un «plan quindenial», ordenado, en principio, en cinco etapas trienales. Mas no sólo es el tiempo lo que pone dificultad a la empresa; también la ineludible necesidad de una estrecha y continuada colaboración entre el Estado, la sociedad y los trabajadores de la ciencia. ¿Cómo? Echaré mi cuarto a espadas y expondré mi anteproyecto.

Al Estado hay que pedirle, ahí es nada, dinero, inteligencia, continuidad y ejemplaridad. Dinero: en el curso de no muchos años, los españoles debemos emplear en el fomento de la ciencia el tanto por ciento del producto nacional bruto que en los países del occidente europeo es normal; más aún, hemos de hacer la transición poco a poco y con método, porque es tanta la diferencia entre el punto de partida y el de llegada que una nivelación muy rápida nos pondría en el grotesco trance de no saber qué hacer con el dinero, y, por consiguiente, en el riesgo de derrocharlo. Inteligencia: no mucha, no la que exigiría el proyecto de colonizar la corteza de Marte; la normal en un gobernante despejado y digno. El Estado habrá de aplicarse a organizar racionalmente el trabajo científico, tarea que obligará a sus hombres a conocer con precisión cómo ese trabajo echa hoy sus raíces en la Administración estatal y en la sociedad (para empezar: ¿dónde está la disposición que regule con flexibilidad, realismo, actualidad y sentido nacional las necesarias relaciones entre la Universidad y el CSIC?), a conocer lo que en el país se hace, con objeto de fomentar prioritariamente cuanto en ello sea más valioso y prometedor, y a discernir con acierto lo que podría hacerse y no se hace, a fin de suscitar el cultivo de los campos y los temas que histórica y socialmente parezcan ser más importantes y oportunos. Continuidad: sin mengua de las correcciones que el paso del tiempo aconseje o imponga, ¿es posible en España el cumplimiento de una empresa a lo largo de varios lustros? ¿Seremos los españoles capaces de resistir dos de las máximas tentaciones a que en nuestra vida pública nos hallamos expuestos, partir de cero y decirnos para nuestro coleto «el que venga detrás que arree»? Sin la abolición de estos dos vicios, nunca tendrá España la ciencia que necesita. Ejemplaridad: mal educará a su pueblo el gobernante que no muestre interés por aquello a que la educación se refiere; poca ciencia habrá en nuestros pagos mientras en el ocio del gobernante no tenga tanta importancia el libro como la caza, y mientras la atención a las bibliotecas públicas quede oscurecida por las urgencias del armamento policial.

Si es deber básico del Estado la organización y el gobierno de la sociedad a que pertenece, su deber supremo consiste en perfeccionar la vida de esa sociedad según las exigencias de la naturaleza humana, la historia del país y el tiempo en que se existe; empeño que nunca será bien cumplido si uno y otra, el Estado y la sociedad, no colaboran eficazmente entre sí. En virtud de razones que hunden sus raíces en el pasado, los hábitos psicosociales que sirven de presupuesto a la producción de ciencia -gusto por la objetividad y la precisión, tendencia a la racionalización de lo que se ve y se hace, estimación del saber así conseguido, laboriosidad metódica y perseverante- son tradicionalmente escasos y endebles entre nosotros. En consecuencia, ¿que no tendrán que hacer el Estado y las minorías dirigentes para que en el curso de pocos decenios las vocaciones científicas tengan entre nosotros frecuencia y fuerza suficientes? He aquí una rápida enumeración de necesidades y tareas: 1. Que los partidos políticos, instituciones intermedias entre la sociedad y el Estado, otorguen a la política científica la importancia que hoy tiene en el mundo. Desde este punto de vista, el panorama que ofrece nuestro Parlamento es todo menos alentador. 2. Que las fundaciones para la ayuda al trabajo científico -las hay en España, desde luego, y bien meritorias- alcancen la cuantía y el volumen que nuestro menester intelectual perentoriamente exige. 3. Que -sin perjuicio de comprar las patentes extranjeras que sean necesarias- todas las industrias importantes destinen a la investigación científica una parte no mezquina de su presupuesto. 4. Que así como proliferan y crecen los premios literarios, surjan en proporción congrua premios al trabajo científico. Como hay un Premio Cervantes, y está muy bien que así sea, ¿por qué el Ministerio de Educación o el de Cultura no crean un Premio Cajal equivalente? 5. Que la admiración por el sabio sea cultivada en las almas desde la educación primaria. Más de una vez he ponderado yo la conveniencia de libros de lectura para las escuelas semejantes al tan inteligente y sugestivo que bajo el nombre de Flos sophorum publicó hace más de medio siglo Eugenio d'Ors.

Para oponerse a la capciosa tesis romántica. del Volksge¡st («espíritu del pueblo») o la Volksseele («alma del pueblo»), y para, a la vez, subrayar expresivamente la poderosa acción despersonalizadora de la vida social, Ortega llamó a la sociedad «la gran desalmada». Si desde el punto de vista. de la suscitación y la protección de las vocaciones científicasjuzgamos a la sociedad española, qué certero y oportuno ese dicterio orteguiano. «Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne», nos decía en la infancia el catecismo de Ripalda. Que el demonio sea enemigo del alma, se comprende sin mayor dificultad; por lo que de él nos cuentan, hacer eso es precisamente su oficio y su deporte. Si la carne lo es o no, dependerá, naturalmente, de lo que entendemos por «carne». Pero ¿y el mundo? ¿Por qué el mundo ha de ser enemigo del alma si el hombre, salve que decida hacerse eremita, tiene que vivir en él para ejercitar su humana condición? La respuesta negativa parece obvia. Hasta que la experiencia de la vida le hace a uno ver que de la entrega al mundo -a la desalmada sociedad- surgen.tres apetitos cuya intensificación puede ser y es con frecuencia anímicamente corruptora: el apetito de mando, el de lucro y el de fama. Mírese con ojos abiertos la sociedad de España; y dígase si no es ella muy eficaz caldo de cultivo para que uno de estos tres apetitos, o dos de ellos, o los tresjuntos, impidan el trabajo científico a un hombre bien dotado y bien formado para él, o desvíen hacia tales o cuales puestos -en ocasiones, puestecillos- a personas que ya han recorrido con éxito visible un buen trecho del camino de la ciencia. Mientras nuestra sociedad no cambie adecuadamente, el investigador español tendrá que llevar adelante su obra al margen de la larvada indiferencia de aquélla. Por eso dije que la colaboración entre el Estado, la sociedad y los trabajadores de la ciencia es condición inexcusable para que nuestra producción científica alcance el nivel que tan hondamente necesitamos. ¿Y si el Estado y la sociedad se retrasan en el cumplimiento de su deber? Soterradamente, un círculo vicioso viene funcionando en los senos de la vida española. Dice a la sociedad el hombre de ciencia: «Puesto que tan poco me ayudas, no quiero esforzarme en hacer la ciencia que podría hacer.» Responde la sociedad: «Puesto que tan poco haces, no me pidas que te ayude más.» ¿Cómo romper tan esterilizante dialéctica? Sólo un camino veo: que los hombres de mejor calidad ética -los investigadores, en este caso- animosamente se decidan a romperla; que contra viento y marea hagan toda,la ciencia que su talento y sus medios permitan hacer y que, así cargados de razón, oportuna e importunamente griten y griten luego el menester científico de España. Cuya recta satisfacción será, si un día la vemos, la mejor prueba de que nuestra democratización ha llegado a ser auténtica realidad.

(En el alma del autor de este artículo, una exigente voz se levanta: «Y tú, amigo, ¿qué has hecho, qué haces, qué vas a hacer?»)

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