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Carta a militares y a intelectuales

Desde un tiempo a esta parte menudean los artículos sobre temas militares en diarios y revistas, cosa que contrasta con un largo lapso de anterior silencio. Hay que congratularse por ello, pues parecía como si el Ejército no pudiera ser otra cosa que una oscura y lejana Némesis para nuestras conductas civiles o un Deus ex machina ecuestre de cada una de nuestras tragicomedias políticas. Uno de los artículos que más me ha llamado la atención fue el recientemente publicado en EL PAIS, «Carta a un militar», debido a la pluma del profesor Laín Entralgo, el cual era cumplidamente contestado en Informaciones por el comandante de Aviación Agustín Albadalejo Pérez. Al dirigirme yo ahora a ambos estamentos -militares e intelectuales- no lo hago ni como entrometido en una discusión privada -el terna nos afecta a todos- ni mucho menos con el ánimo de endilgar un segundo discurso de las armas y las letras. Simplemente, recojo con fruicción la oportunidad de referirme tanto al mundo del estudio como al de la milicia, pues este segundo suele ser raramente tomado como tema de meditación por el intelectual.Y, sin embargo, estos dos mundos, estas dos concepciones de la vida -tanto de la vida política como social- tienen gran necesidad de intercomunicarse, de no permanecer aislados, pues la disociación entre lo social y lo castrense -y siento disentir en esto con el comandante Albadalejono va disminuyendo en nuestros tiempos, come) él dice, al menos en nuestro país. Estoy, por el contrario, más de acuerdo con el aserto que hace tres cuartos de siglo expresara el genial Unamuno en su sonado artículo «La Patria y el Ejército»: «El Ejército, con razón o sin ella, que en eso no me meto ahora, no es popular, ni mucho menos, en España.» Y decía esto cuando se iniciaba la andadura de la famosa ley de Jurisdicciones mediante la cual la milicia, entre ser comprendida o ser temida, optaba por lo segundo. Y esto, que empecinadas circunstancias nuestras se empeñan en transformar en antinomia irreductible, ha sido una fatal evolución de la milicia y de la política por la que ya vertió sus admirables y lúcidas lágrimas el gran pensador-soldado que fue Alfredo de Vigny. «El Ejército moderno -decía-, tan pronto como cesa de estar en guerra, se convierte en una especie de gendarmería..., y el soldado, en un mártir feroz y humilde, que se arrojan mutuamente el Poder y la Nación.» ¡Y de qué forma se le revela al español atónito de hoy la justeza de tal frase viendo cómo sólo se invoca al Ejército para la defensa de opciones políticas parciales e interesadas!

Piensa el comandante Albadalejo, y tiene toda la razón, en que militares e intelectuales deben ir juntos, «en colaboración e identidad con la sociedad de la que ambos procedemos». Más esto, con ser mucho, no lo es todo. Habría que ir más allá de esta especie de división del trabajo que el comentarista parece aceptar: el militar, al manejo de sus armas; el intelectual a su discurso. Es preciso que ambas acciones -pensar y actuar- se entrelacen Y cada una ceda algo de sí a la otra. Que los intelectuales se acostumbren más a la acción y los militares al pensamiento. Porque muchos pensadores -políticos o no-, oxidados por falta de uso sus mecanismos de acción y voluntad, se convierten en víctimas de su indecisión como el dubitativo asno de Buridán. Ya decía Carlyle que el hablar, si no era como preparación del trabajo no valía nada. Así, muchos políticos intelectuales, en su horror al compromiso -que siempre ha de llevar a una decisión- convierten en estériles las fuentes del pensamiento. Onanistas de la política acaban trasformándose en inaptos para el matrimonio.

Y refiriéndonos a los militares, también es necesario que la inteligencia, -la reflexión y el juicio crítico ocupen a menudo el lugar de la cie-a obediencia. Yo comprendo que en la urgencia del combate las decisiones salvadoras no se tomen en un seminario en el que oficiales de distinto talante, ideales e inteligencia traten de convencer a sus compañeros de sus mejores concepciones estratégicas, o éstas se tomen por mayoría de votos. «En la guerra, como en la guerra», dice el refrán popular, y con mucha razón. Elementales principios de eficacia y seguridad piden que unos pocos tomen las decisiones y otros -muchos más- las ejecuten, a veces incluso violentando el propio sentir y el interés personal, y ésta es una de las grandezas y servidumbres de la vida militar. «Lo más hermoso que hay, después de la inspiración, es el sacrificio», decía magistralmente De Vigny. y si identificamos inspiración con pensamiento, debemos incorporar a esta obediencia que se olvida de lo personal, el gran sacrificio que la milicia demanda a todo militar.

Pues esta inteligencia, esta reflexión, repito, no acaba de ser apreciada en los cuarteles, lo cual, a mi parecer, es una de las más penosas -y me atrevería a decir que más perjudiciales- taras de la vida militar. Me confiaba un amigo, joven oficial de Infantería: «Para leer a Tuñón de Lara lo tengo que hacer a escondidas.» ¿Y esto por qué? ¿Es el viejo temor a «la funesta manía de pensar»? No extendemos la ciega obediencia a toda la vida militar. Una cosa es el combate y otra la vida intelectual. Si no se quiere hacer del militar una máquina de matar hay que impulsarle al pensamiento y a la cultura sin trabas ni cortapisas. También se lamentaba de esto Alfredo de Vigny. «Admiramos el libre albedrío -decía- y lo matamos. Será preciso que se llegue a reglamentar las condiciones por las que le será permitida la deliberación al hombre armado, y con ella el ejercicio de la conciencia y de la justicia ... » Porque cuando en aras de principios abstractos se sacrifica la capacidad humana de discernir entre el bien y el mal, se acaba fatalmente en convertir al Ejército en cómplice de iniquidades sin cuento, como sucedió con las tropas alemanas en la última guerra.

Esta incomunicación entre la vida civil y la vida militar no cabe duda que se atenuaría si se tendieran entre ambas los puentes del saber, de la inteligencia, de la intercomunicación de ideas. Nos falta saber cómo piensa el militar acerca de su propia vida, de la nuestra. de la política. Y lo más curioso es que en el estamento civil existe una gran curiosidad por las manifestaciones intelectuales que proceden de la clase militar o que la toman a ella como objeto de estudio. Buena prueba de ello es el éxito recientemente obtenido por obras de eminentes pensadores de la milicia, como lo son el general Díez-Alegría y los comandantes Julio Busquets y Prudencio García.

Aunque se crea otra cosa, el ciudadano -intelectual o no- está deseando que se abra esa especie de ghelto en el que hace más de un siglo se encuentra recluida la vida militar. A partir de la guerra de la Independencia, los nombres guerreros que nos son familiares -Porlier, Lacy, Riego, Espartero, O'Donnell, Serrano, Prim, Pavía, Martínez Campos, Sanjurio, Mola o Franco- no suelen estar unidos a proezas intelectuales, ni siquiera a grandes hazañas bélicas, sólo a politiqueos de salón y a pronunciamientos. Un nuevo Alfredo de Vigny, con su profunda reflexión sobre su época y la vida militar, nos acercaría al Ejército infinitamente más que todos los tratados de polemología, ordenanzas y leyes de jurisdicciones.

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