Nuestra ciencia/2
Quienes responsablemente pretendan abordar hoy el problema de nuestra ciencia, que problema es y nada chico, a dos asertos básicos habrán de recurrir como punto de partida. El primero: contra lo que suele afirmar un apresurado juicio maniqueo acerca de nuestros últimos cuarenta años, durante ellos se ha hecho en España alguna ciencia de calidad; baste pensar en los estudios clásicos, en la filología románica , en la bioquímica, en la psicología, en la neurofisiología, en la historia y la prehistoria, en la ecología. El segundo: contra lo que hasta hace poco venían sugiriendo los panegiristas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas -algunos de los cuales tomaban por fruto de su árbol emblemático lo que en él no pasaba de ser ampuloso follaje-, la ciencia que en,los últimos cuarenta años se ha hecho en España dista de ser la que habría podido hacerse si desde 1939 se hubieran aprovechado todas las posibilidades con que pudo entonces contarse. Se impone una breve reflexión sobre ambas afirmaciones.Sí, alguna ciencia de calidad se ha producido en España durante los últimos cuarenta años. ¿Por qué? ¿Cómo? Tratados con favor, indiferencia o disfavor, dentro de España quisieron seguir varios de los hombres que en 1936 estaban haciendo entre nosotros ciencia original: Asin Palacios, Gómez Moreno, Zubiri, Dámaso Alonso, Pericot, García Gómez, Lapesa, Jiménez Díaz, Pedro Pons, Garrigues, Valdeavellano, Palacios, Velayos, Otero, Rodríguez Bachiller, San Juan, Ancochea, Ríos, Torroja, Gay Prieto, Orts, Grande Covián; luego regresaron otros. Otro sí: pese a las razones negativas que luego he de apuntar, alguna ciencia produjeron asimismo cuantos, aparte los nombrados, en la universidad o en el CSIC se propusieron rebasar en su trabajo el mero comentario, la rutina. didáctica y el experimento repetitivo. Más aún: la frecuente salida de pensionados fuera de España -acertada, aunque menos escrupulosa y exigente prosecución de la política científica que había iniciado la Junta para Ampliación de Estudios- suscitó en un pequeño grupo el deseo de hacer aquí la ciencia que aquí pudiera hacerse. Júntense los tres términos de la respuesta y se tendrá la realidad humana subyacente a nuestra actual participación en el progreso de las disciplinas antes nombradas.
La producción científica así conseguida, ¿es acaso la correspondiente a un país europeo de 35 millones de habitantes? En modo alguno. Lo cual, e independientemente de lo que en acto o en promesa llegara a ser nuestra vida científica entre 1920 y 1935, nos obliga a repetir con rigor la pregunta antes formulada: ¿por qué? ¿Por qué nuestra ciencia no es hoy lo que podría, y por tanto, debería ser?
Viejo es el problema. Desde los comienzos de su constitución como nación europea, España no ha poseído en medida suficiente los hábitos psicológicos y sociales en cuya virtud existe y progresa eso que los hombres de Occidente solemos llamar «la ciencia». Trátase, como es obvio, de la tan debatida «cuestión de la ciencia española». Para entender con precisión la realidad histórica y las encontradas actitudes mentales que la han determinado, algunas ideas válidas creo haber expuesto yo en mi reciente ensayo Cajal en la historia de España. Desde el scriptorium del monasterio de Ripoll y la escuela de traductores de Toledo, algo no ha funcionado satisfactoriamente entre nosotros, en lo tocante a la producción de ciencia.
La clave de esa deficiencia no consiste en una fatalidad biológica o geográfica; como acabo de decir, atañe al dominio de los hábitos psicológicos y sociales, y por tanto al modo de instalación de la mente ante la realidad y en el flujo de la vida histórica. En una adecuada reforma de nuestra propia existencia histórica radica, pues, el remedio, y es forzoso reconocer que lo que para lograrlo se ha hecho en España -Renacimiento, Carlos III, el medio siglo ulterior a 1880- nunca ha sido suficiente. ¿Por qué el Japón, país de geishas y samurais hasta 1860, ha llegado a ser potencia científica y técnica? Porque una resuelta minoría de japoneses logró modificar de manera idónea los hábitos psicológicos y sociales de buena parte del pueblo japonés. ¿Por qué la India ha dado recientemente sabios como Bose, Chandra, Raman y Chandrasekhar? Porque, si no con la extensión y la fuerza que en el Japón, parte de la sociedad hindú supo reformar oportunamente su mentalidad tradicional. ¿Por qué nuestra ciencia no ha llegado a ser la correspondiente a un país europeo de veinte, de treinta millones de habitantes? Porque siendo los españoles históricamente europeos y poseyendo un potencial genético apto para la creación de ciencia -no será necesario recordar de nuevo a Cajal, Menéndez Pidal, Asín Palacios, Cabrera y Ochoa-, nuestra europeidad nunca adoptó socialmente los hábitos psicológicos que, sin mengua de las nada leves diferencias individuales, entre sí equiparan como países «científicos» a Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, Suiza, Bélgica, Holanda y Escandinavia.
Acabo de eludir a los sucesivos conatos de reforma de nuestra precaria disposición tradicional para la producción científica, y quiero comentar brevemente el último de ellos. Nacidas más de la sociedad que del Estado, una serie de instituciones -Sociedad Española de Historia Natural, Institución Libre de Enseñanza, Sociedad de Biología, Instituto Cajal, Junta para Ampliación de Estudios, Centro de Estudios Históricos, Institut d'Estudis Catalans, Escuela de Estudios Arabes, Residencia de Estudiantes, El Sol, Revista de Occidente- parecieron iniciar de manera progresiva e irreversible la obra educativa que exigía la empresa de nuestra, definitiva europeización intelectual. Algo se logró; tanto, que durante el quinquenio 1920-1935 no pocos de los españoles más inteligentes llegaron a creer que al fin iba a alcanzarse tan codiciada meta. Pero pronto la golpeante y golpeada historia de nuestro país demostró que dicha creencia no pasaba de ser un bienintencionado espejismo. En efecto: la mentalidad pseudotradicional que de modo tan absoluto imperó entre 1939 y 1975 ha obligado a plantearse de nuevo el problema que nuestros ilustrados del siglo XVIII y nuestros intelectuales del siglo XX en vano intentaron resolver.
Tal planteamiento pide dos diagnósticos sucesivos, uno descriptivo o de situación («así estamos») y otro etiológico o de causación («por tales y tales causas estamos así»).
El primero puede ser esquemáticamente reducido a los siguientes puntos: 1. El número de nuestras -grandes figuras científicas -Cajal, Río-Hortega, Menéndez Pidal, Asín Palacios...- es hoy harto menor que entre 1920 y 1935. 2. A cambio de esto, el número absoluto y la cifra porcentual de trabajadores medios -actuales o potenciales- y de jóvenes interesados por la ciencia es considerablemente mayor que, entonces. Como prueba, tres patentes ejemplos: el público que en estos últimos años ha asistido a las conferencias de Ochoa y de Ajuriaguerra, la cantidad de las tesis doctorales leídas en nuestras universidades, aunque algunas disten de ser buenas, y la difusión que en España está logrando una revista como Investigación y Ciencia. 3. Respecto de la población total, el tanto por ciento de nuestros trabajadores de la ciencia sigue siendo lamentablemente bajo. 4. No menos insatisfactoria es entre nosotros la densidad de la atención social hacia el saber científico. 5. Es demasiado algo, en cambio, el número de los graduados universitarios que, iniciados ya en el cultivo de la ciencia, totalmente se pierden para ésta (por razones. pertinentes a nuestros hábitos sociales) o para la de España (por su emigración a otros países).
El diagnóstico etiológico o de causación puede ser esquematizado así: 1. Escandalosa pequeñez de los recursos económicos efectivamente consagrados al cultivo de la ciencia. Por muy europeos que nos declaremos allende los Pirineos, en esto nos hallamos a la cola de Europa 2. Escaso y desorientado interés del Estado y de la sociedad por la vigencia y la organización del trabajo científico. 3. Necesidad, por tanto, de avanzar empeñada y tenazmente en dos campos: la información (hay que saber con precisión cómo en el mundo actual se hace la ciencia) y la educación (hay que suscitar en nuestra sociedad los hábitos psicológicos que sirven de presupuesto al trabajo científico; esos a que apuntó el esfuerzo pedagógico de los ilustrados del siglo XVIII y de los intelectuales del siglo XX, y a que tan directamente se oponía la mentalidad política imperante entre 1939 y 1975). 4. En un orden mucho más concreto, el torpe y desganado planteamiento de las relaciones entre la universidad y el CSIC.
Siquiera en esquema, ya tenemos los dos diagnósticos que pide una consideración ambiciosa y correcta del problema de nuestra ciencia. Ya es hora, por tanto, de pasar del diagnóstico a la terapéutica. Término este nada,impertinente, porque en la hipovitaminosis científica consiste uno de los viejos y más hondos males de España.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.