Etica y política
Se tomen como se tomaren, y tanto incidiendo en ellas por la vía histórica como por el discurso metodológico, la ética y la política son nociones que permanecen, quizá a pesar suyo, tangentes y en relación continua. El hecho de que una considerable proporción de nuestros políticos se empecine en querer demostrarnos lo contrario con el mantenido ejercicio de la evidencia, pudiera no conseguir mejor resultado que señalar cuáles son los verdaderos límites de la política y hasta dónde cabría denunciar vicios de origen en las conductas.No puede decirse, ciertamente, que el éxito haya sido la meta de la aventura política, deliberadamente alejada de las normas y cortapisas éticas, pero tampoco puede asegurarse que el fracaso sea su consecuencia mecánica. La empresa de una acción política de censura del poder es virtud que hoy declina, y muy conscientes y valerosos catones de la dictadura -asumidores, en su día, de unos riesgos que, al estar en la memoria de todos, nos eximen del recuerdo- decaen ahora al adoptar una postura de aceptación de cuanto sucede, instigados, -¿y acuciados?- tanto por la tronada apocalíptica como por el fraudulento tejemaneje del consenso. Obsérvese que muy bien pudiéramos estar todos acercándonos a un tipo de sociedad al que vendría como anillo al dedo la teoría del sistema consensuado que nos ofrece la sociología funcionalista norteamericana.
Conviene no echar en saco roto las consecuencias, al menos teóricas, a las que esta doctrina puede abocarnos. Leyendo el Parsons reciente, es fácil identificar la violencia del poder, sea cual fuere, con la violencia deseable y justa, lo que nos llevaría a reducir la ética a la política en su forma más automática y peligrosa y a admitir que todo acto de poder -y la violencia es una acción cotidiana del poderse convierte, por el solo hecho de serlo, en acto éticamente justificable. No he de insistir en que no es esa, de cierto, la estrecha relación entre ética y política que postulaba poco atrás, por mucho que aparezca como fundamento en la argumentación del monopolio de la violencia.
Ejemplos de la trasgresión de las fronteras éticas con el arbitrio de su disfraz y su subsiguiente distorsión, no serían difíciles de señalar; todos ellos deberían preocuparnos y hay uno que, desde la más próxima perspectiva histórica, reclama nuestra inmediata atención urgente. Estoy aludiendo al amargo tema de los refugiados políticos hispanoamericanos, que acudieron a España (¿no les suena a ustedes aquello de la madre patria?) en busca de socorro y paz y se encuentran ahora con la espada de Damocles de la mantenida amenaza de expulsión colgada sobre sus cabezas y a punto de partírselas con la esgrima de una casuística política que juega a la paradoja.
Ni voy a aducir los argumentos repetidamente utilizados en pro de la noble causa de los refugiados políticos que hablan nuestra común lengua, ni he de pulsar, tampoco, la cuerda sentimental recordando el reciente suicidio en Madrid de un compañero de oficio que, sin lugar a dudas, había leído a Kafka. No; lo único que quiero es pedir en voz alta la necesidad de fundamentar nuestra convivencia según las pautas éticas que se corresponden con una situación política suficientemente definida en la Constitución.
La costumbre deviene en fundamento cierto de las trasgresiones éticas, pero también puede convertirse en garantía de acatamiento y sumisión a las limitaciones que un código colectivo pueda marcar, para ello tan sólo es preciso llevar las conductas por el sendero de la obediencia a la norma, vigilando y denunciando la persistencia del vicio y la presencia de la corrupción. Quede claro lo que entiendo obvio: que no preconizo, ni aun autorizo, el entrometimiento político en las libertades individuales (la incursión del Estado en el predio del individuo), y sí proclamo el derecho a la fiscalización de los comportamientos políticos que, ajenos a un control razonable, pueden acabar arruinando los logros que tanto trabajo -y también tanta amargura y tanta sangre vertida- nos ha costado institucionalizar. Tan sólo a través del uso de una disciplina ética en nuestro quehacer cotidiano, podremos conseguir que la tarea constitucional no se nos convierta en materia de exclusivo interés para el historiador.
En este sentido, el brindar hospitalidad honorable a los refugiados políticos hispanoamericanos, a los hombres y las mujeres que hablan el español y que confían en nuestro texto constitucional, no es más cosa que asegurar nuestro propio futuro, nuestro mañana. Por fortuna, las más altas instituciones españolas tienen el firme propósito, repetidas veces proclamado y demostrado, de que no se hipoteque ese mañana.
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