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La Constitución: si no Dios, ¡al menos la Iglesia!

A todos los teólogos católicos, que, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, venimos luchando por lograr, desde dentro, esa secularización de nuestra Iglesia, que exige una recta comprensión de la auténtica libertad religiosa, nos ha producido un enorme desencanto el saber que nuestros pastores han cedido finalmente a la fuerte presión del poder para estar presentes en el solemne acto de la sanción de la Constitución.En estas páginas se ha luchado mucho y valientemente por poner en claro lo que aquí mismo dije hace unos meses: «Dios no cabe en una Ceinstitución.» Una Constitución es una norma puramente civil y no tiene por qué recibir un refrendo sacralizante de ninguna confesión religiosa. Eso sí, debe respetarlas a todas y ofrecerles la posibilidad de su libre desarrollo.

Pero he aquí que al final se derrumba el castillo de nuestras esperanzas, ya que la presencia en el acto solemne de la sanción de la Constitución es fatalmente interpretada a nivel popular de la siguiente forma: «Si Dios no ha entrado en la Constitución por la puerta principal, las iglesias lo hacen de puntillas por la puerta falsa.» Aún más: a muchos de los «secularistas» (creyentes o no) les hubiera importado menos que se nombrara a Dios en la Constitución, que no que las jerarquías religiosas se hallen presentes en el acto de su nacimiento.

¿Por qué tienen que estar presentes los responsables de comunidades religiosas en un acto puramente civil? ¿Es que España no es capaz de enterrar de una vez para siempre a Recaredo, que fue el primero que amalgamó las Cortes civiles con los concilios eclesiásticos (de Toledo), hasta hacer de ellos una sola y misma cosa? Es verdad que ahora hay un pluralismo: allí estarán el representante católico, el protestante y el judío. Total: de un confesionalismo individual hemos pasado a un confesionalismo plural. Pero el fondo de la cosa es el mismo.

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Sin embargo, lo que más nos duele a tantos creyentes es que se nos utilice de una forma tan autoritaria (y, por ende, tan antievangélica) como acontece en este caso. ¿De quiénes llevan la representación los responsables religiosos que estarán presentes en el acto solemne de la sanción de la Constitución? ¿Cuándo se nos ha consultado sobre una cosa tan contingente y tan coyuntural como ésta? ¿No es una contradicción flagrante el que el nacimiento de una Constitución, que se define democrática, asistan unos señores que se arrogan antidemocráticamente una representación que sus respectivos fieles no les han concedido?

Con esto no pretendo desvincularme de mi obediencia a los que considero legítimos superiores míos, sino que me atengo al ejemplo de mi gran maestro -un tal «Pablo de Tarso»- que, según él mismo cuenta (Gálatas, 2, 11-12), «se enfrentó públicamente con Pedro en Antioquía porque era culpable». Y precisamente se trataba, no de una discusión teológica, sino de un comportamiento de ambigüedad pastoral: «Pues antes de que vinieran algunos del entorno de Santiago, comía en compañía de los paganos; pero cuando llegaron aquéllos, empezó a retraerse y separarse, temiendo a la gente del mundo circunciso.» Pedro entonces, por «prudencia pastoral» (que, según Pablo, no era más que un vulgar «miedo a la gente del mundo circunciso»), adoptó una actitud ambigua, contraria a su habitual manera de pensar y obrar. Esto para Pablo era «digno de reproche en público». Solamente esto -con cariño y respeto- es lo que pretendo hacer al levantar modestamente mi voz en público para denunciar la ambigüedad desconcertante de nuestros propios responsables religiosos.

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