El "desencanto" revolucionario
No poseo suficiente información como para poder calibrar las reacciones de los militantes socialistas y comunistas europeos ante el abandono del marxismo y la lucha de clases anunciado por sus respectivos partidos. Lo que parece es que los mayores traumas se han producido en nuestro país. Y no podía ser menos dado el tradicional formalismo que desde siempre ha presidido todos los aspectos de la vida española. Quizá la claridad mediterránea nos evitó las brumas metafísicas que se enseñorearon de la Europa central, pero haciéndonos en cambio demasiado tributarios de las formas. Muchas veces los símbolos, las fórmulas y los emblemas tienen más fuerza en nuestro país que las propias ideas. El mismo pueblo que se amotinó cuando le prohibieron usar el chambergo o le obligaron a acortar la longitud de sus capas aguantó después bastantes des afueros de aquel «liberal reprimido» que fue Fernando VII, y para el español de hoy, si se trata de un católico, le ha chocado más el qué la misa se diga en castellano que la profunda transformación de la Iglesia después del Concilio Vaticano II. Del mismo modo, a los comunistas les ha asombrado en mayor medida la adopción de la bandera bicolor que otras decisiones de mayor enjundia ideológica. Aquí siempre estamos dispuestos a lapidar a los que cambian de fórmula o de pensamiento, aunque lo hayan hecho para mejorar, y los términos «traidor» y «perjuro», que serían insólitos en la terminología política extranjera, son por estos pagos de uso general y contumaz. Realmente, la «traición» del PSOE o del PCE tiene fácil remedio para los supuestamente traicionados. O abandonan la vía de la revolución, adoptando la de la evolución, o se trasladan a las organizaciones políticas que sueñan todavía con la toma del Palacio de Invierno o las victoriosas guerrillas de alguna otra Sierra Maestra. Los partidos antes citados, si bien no han abandonado el marxismo como superficialmente se afirma en algunos medios informativos -éste será siempre un método de trabajo y de análisis social-, sí han optado por la transformación de la sociedad a través de la persuasión y no de la fuerza; por la obtención del poder mediante las urnas y no mediante los fusiles. Y esto no es más que una adaptación lógica a las condiciones políticas objetivas del mundo de nuestro entorno y de nuestra época. Los marxistas carecerán de algunas cosas, pero poseen -y especialmente los comunistas- el mismo pragmatismo operativo que la Iglesia. El hecho de que ambos movimientos ideológicos parezcan pervivir a todos los avatares no es ajeno a tales circunstancias. ¿Es que resulta previsible en la Europa de hoy una revolución como la rusa de 1917? Indudablemente, no. A la evolución política y económica de Europa ha seguido un proceso paralelo en el seno de los partidos marxistas. La democratización de estas organizaciones es el lógico reflejo de la democratización social, y el progreso económico del proletariado europeo ha traído, indefectiblemente, una necesidad de mayor libertad.
Los marxistas contrarios al abandono de la vía revolucionaria establecen el siguiente razonamiento: dentro de un contexto capitalista no es posible la transformación económica y social de tipo marxista, pues cuando las conquistas de los trabajadores llegan a la frontera de los intereses de clase y de los privilegios de los poderosos, éstos cortan el proceso por la fuerza.
Esta teoría parte de una falsa premisa como es la de tomar los procesos golpistas suramericanos -especialmente el de Chile- y eI nuestro propio, como una fatalidad histórica de general e ineluctable advenimiento. Nada hace pensar que en la Europa de hoy pueda suceder lo mismo; ni siquiera en nuestro país, a pesar de las similitudes que pueda haber entre la situación actual y la de 1936. Por el contrario, el ejemplo de los países escandinavos parece abonar el sistema de la evolución. Sin necesidad de revolución alguna y dentro de la más absoluta legalidad democrática, los socialistas suecos han conseguido que su país sea el que menos diferencias acusa entre ricos y pobres, y su lograda justicia social se ha hecho, simplemente, a través de la imposición fiscal. Es más, en el programa que la social-democracia llevaba a las últimas elecciones figuraba un plan económico que hubiera llegado a poner las empresas bajo el control de los sindicatos en el plazo de unos breves años -o sea, la famosa autogestión, que sólo existe en Yugoslavia y en forma aún no muy lograda-. Se trataba de la obligatoriedad de reservar un 10- 12% de los beneficios de todas las empresas y de entregarlos como acciones liberadas a los respectivos sindicatos. ¿Que esta medida económica, indudablemente revolucionaria, fue derrotada por la derecha? Cierto, pero a través de las urnas, y ahora, tanto a los conservadores suecos como a los socialistas les queda el recurso justo, civilizado y democrático: hacer propaganda electoral de sus respectivos programas con vista a las próximas elecciones. Si una economía socialista sólo puede implantarse a través de una dictadura, entonces estamos dando a la derecha capitalista los mismos argumentos que esgrimimos contra ella.
Que los partidos socialistas y comunistas siguieran manteniendo la tesis de la revolución armada como única vía hacia el cambio social, en una Europa sin revolucionarios, ésa sí que sería, además de poco práctico, una traición. Hoy, los partidarios de la subversión violenta representan escasas minorías políticas repartidas principalmente por las inestables democracias mediterráneas.
A los sesenta años de la revolución rusa, la economía marxista de tipo totalitario no se ha revelado más eficaz que la de mercado, y la libertad ideal preconizada por el comunismo teórico se ha convertido en un Goulag inacabable. Consecuencia del estancamiento político, económico y social de los países del Este europeo es que las masas marxistas pierdan más y más sus impulsos revolucionarios. Como decía Vázquez Montalbán en uno de sus artículos: «Nadie quiere ya hacer revoluciones para lograr tan sólo cambiar de policía.»
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