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Finiquito del proceso constitucional

Sí, fue una cosa bastante aburrida pero, por fin, se terminó. ¡Mira: si no llega a acabar, si la suma de las abstenciones, los votos en blanco y los noes hubiese sido mayor que el número de síes! ¡Qué horror o, mejor dicho, qué lata! También fue absurdo someter a referéndum, es decir, a o no un texto consistente en 169 artículos más cuatro disposiciones adicionales, nueve transitorias, una derogatoria y otra final. La única respuesta razonable desde un punto de vista estrictamente personal era un sí, pero, lo que habría tornado nulo el voto. Unicamente por disciplina de partido (de izquierda) o por fe en el carisma de Franco, mistéricamente transmitido a la trinidad Blas Piñar-Raimundo Fernández Cuesta-José Antonio Girón, podía votarse, a problemática y respectivamente, sí o no.Felizmente las cosas fueron más sencillas en la realidad que frente al nudo texto, que no era constituyente, pues no constituía nada, sino simplemente constitucional. La suerte estaba echada, se conocía de antemano el final de la historia. Si las cosas hubiesen estado bien organizadas, el referéndum de hace dos años, en términos de continuismo franquista o reforma constitucional, nos habría ahorrado éste. Y con el riunfo, el 15 de junio, de los partidos constitucionalistas, a los que se sumó UCD, sobre los continuistas-refomistas, todo habría quedado ya virtualmente resuelto. Sobre todo porque no había nada esencial que resolver: España estaba decidido que volvería ser monárquica y que seguiría siendo indisolublemente unitaria -con el duro hueso de roer del País Vasco-, organizada económicamente en régimen capitalista y sometida a la influencia -ya convertida en «razonable»- de la Iglesia.

Lo malo fue que los parlamentarios se tomaron demasiado en serio su modesto papel, el de redactores de una Constitución no real, sino meramente textual que, cuando se terminó, tras la, por añadidura, inútil pasada por el Senado, nos tenía a todos hartos. ¿Cómo pudieron caer en la ingenuidad de no advertir que lo único que la verdadera soberanía les cedía era, como a niños, un espacio de juego, un cuarto para que se entretuviesen en el «juego» democrático? ¿Y cómo fue posible que, encerrados en un cuarto con un solo juguete, encerrados en este solipsismo de clase política, se Olvidasen de la participación del pueblo y de que a éste lo que hoy de verdad le atañe no son textos retóricamente legales, sino problemas urgentemente reales?

Para colmo, la campaña de propaganda del fue notablemente torpe, pues en vez de marearnos tendría que haber tendido a simplificar la opción, a tratar de convertirla en auténtico referéndum, en favor, bien de una Constitución democrática -por lo demás reformable- bien del caduco franquismo del caudillaje, las anacrónicas «leyes fundamentales», la «unidad del destino en lo universal», el Consejo del Reino, el Consejo Nacional del Movimiento y la falta total de protección de los derechos humanos. En vez de eso -y aparte hartarnos con su monotonía- fomentó un casuismo de discusión, uno por uno, de los artículos de la Constitución, sin ocuparse de mostrar las consecuencias del no y de la abstención, el callejón sin salida o la «vuelta a empezar» de su eventual no aprobación, el vacío de legitimidad jurídica y la falta de instituciones en que habríamos quedado con la consiguiente postergación del tratamiento a fondo de los graves problemas económicos, sociales y políticos que nos rodean.

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A mí personalmente, de toda esta historia del referéndum, lo que más me interesaría es poder determinar las motivaciones de la abstención. Las del voto en blanco me conmueven por su escrupulosidad. (Algo así como las de quienes, en mi lejana época de chico, no se atrevían a comulgar porque después de las doce de la noche anterior habían deglutido una brizna de alimento, quedado entre las muelas, o al limpiarse los dientes habían tragado quizá una gota de agua). De la escrupulosidad no ha estado demasiado lejos la indecisión entre lo que decía don Marcelo y lo que -hablando Patino por él- decía Tarancón, o entre lo que decía Fraga y lo que decían los ex magníficos. La abstención cenetista o afin de quienes, desde siempre, se niegan a entrar en el juego democrático-burgués me parece coherente y, en fin de cuentas, bien. La abstención por esteticismo ácrata, a estilo de mi buen amigo Fernando Savater, es brillante pero ¿qué sería de nosotros si nos viésemos privados de esas «libertades formales» y en especial de la libertad de expresión, de la que solose aprecian cuando se pierden, que profesionalmente, vocacional mente, vivimos? La frivolidad de la mayor parte de los abstencionistas no físicamente impedidos es una realidad con la que siempre hay que contar. En contraste, algunos, tal vez más de los que se piensa, hemos votado sí, por elicismo, kantianamente, por deber y sentido de la responsabilidad, y no por inclinación ni por gusto de una «representación» multitudinaria que se nos habría podido ahorrar, a la vez que se hacía un ahorro del gasto público, al que el suarismo se muestra, para desgracia del erario nacional, muy poco sensible. La verdadera participación democrática puede pasar y pasa por vías menos costosas que las del referéndum nacional de una Constitución que, en su modestia estructural -quiero decir, impuesta por otras estructuras, y, en definitiva, por las circunstancias de la historia reciente- no da ni frío ni calor a la mayor parte de los españoles.

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