Las actitudes convenidas
Una ola de separaciones matrimoniales recorre España de un lado al otro, a mí me parece que es como un sarampión contracachondo y legalista que quiere ponerse al compás de Europa a marchas forzadas. Ahora las parejas españolas, en vez de vociferar y deslomarse a palos o tirarse platos y soperas a la cabeza -que es la sana terapéutica aconsejada por los psiquiatras (con pe)- se callan, se inhiben y se separan y, claro es, crian frustraciones y forúnculos en el alma, que son aún peores que los que brotan en las nalgas o en el cogote. El divorcio es necesario, sin duda, e incluso conveniente en no pocos casos y situaciones, pero la divorciomanía puede resultar socialmente tan peligrosa como la indigna resignación conyugal y doméstica que aconsejan quienes no fueron cónyuges jamás y, en consecuencia, ignoran aquello de que hablan in cluso con apasionamiento; me refiero, como cabe colegir, a los curas y a las hirsutas y pseudopiadosas (con pe) solteronas que se quedaron para vestir santos. El matrimonio y el divorcio son dos actitudes convenidas y puestas al servicio de una inercia histórica y atenazadora. A ver si nos entendemos: el aguante y el dejar las cosas como están es tan pernicioso (o, puede ser tan pernicioso) como la impaciencia y su secuela, la separación precipitada. Lo que probablemente está mal inventado es el matrimonio e incluso la pareja. El núcleo de la familia -que, a diferencia del matrimonio, sí es institución bien inventada y capaz de funcionar- es la mujer, aunque no siempre se le reconozca. El hombre debería pasar por la vida en lobo solitario que, al sentirse viejo, se dejase morir en la fragosidad del bosque o se despeñara por un acantilado sobre la mar.
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