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"Sí"

Es un folleto de 48 páginas con las tapas en color cema. Leo en la portada: «Constitución Española. Aprobada por las Cortes el 31 de octubre de 1978. Referéndum nacional 6 de diciembre.» Quizá al encontrar ese folleto por entre mi correspondencia yo hubiera debido recordar algunos hechos que ya son parte de la historia de esta Constitución. Por ejemplo, que a cada nuevo paso que ella daba hacia el encuentro con la inmensa mayoría de este sufrido pueblo, de este pueblo sereno y maduro, de esta gran multitud que a pesar de la contumaz deseducación política de que ha sido víctima, ha demostrado poseer un instinto civil claramente aleccionador; a cada paso que esta Constitución adelantaba en busca de la dignidad legal de este pueblo (porque de dignidad sin apellidos este pueblo no ha carecido nunca), algo ocurría, y solía ser sangriento, que pretendía obstruir, enturbiar o abolir ese encuentro. Podría haber recordado también que algunos de los redactores de esta Constitución, antes de regatear un concepto o un adjetivo, habían conocido la persecución, la amenaza, un miedo impuesto, junto a un coraje voluntario, una honradez y una esperanza que ahora quedan adheridas a la Constitución como la hiedra al muro. Podría haber recordado que para redactarla se han reunido los representantes democráticamente elegidos por muchos ávidos millones de votantes y que entraban en cada discusión sin duda con el ánimo de cortar cada quien la tajada más idónea con su programa, pero también sin duda con el ánimo de que la discusión produjese como resultado final una Constitución, es decir, enterrase una época que la inmensa mayoría de los pobladores de España se habían puesto de acuerdo en alejar de su futuro. Pude haber recordado que los legisladores que han elaborado esta Constitución no han hecho sino cumplir con la promesa dada a sus representados, no han hecho sino traducir el estado de ánimo que en las calles, los bares, los sitios de trabajo, las casas, el autobús, el taxi, el Metro, manifestaba a cada nueva acometida violenta un sordo y unánime clamor: queremos una democracia, no queremos más odio, «tristes armas / si no son las palabras» (recordad que esos versos los escribió un gran poeta a quien la posteridad conoce como Miguel Hernández -y que los escribió en la cárcel-, y que con ellos se anticipó en varias décadas al afán de concordia con que los redactores de esta Constitución han mostrado su ilusión por un porvenir dialogado, civilizado, humano). Y pude, en fin, haber recordado la frase de un ciudadano que, ante el alud de inconvenientes que otro ciudadano señalaba en la Constitución («ha dejado sin voz a la República», «es un barullo de clases e intereses», «es tan ambigua que sólo servirá a la ambigüedad», «su articulado ha nacido del raro matrimonio del consenso y las cerías», etcétera) contestó lentamente: «Cuando los enemigos de la democracia odian tan fieramente a esta Constitución, algo tendrá de bueno.»Pero no recordé nada de todo esto al tener el folleto en mis manos. Curiosa es la memoria. Y, por lo general, profunda. En el muy breve tiempo que tarda un ascensor en subir unos pisos, mi memoria me trajo unas imágenes que me guardaba desde la niñez. En una de ellas es de noche y mi padre lee un libro y yo adivino que lo lee a escondidas. Al advertir mi curiosidad, mi complicidad y mi temor, mi padre me leyó un poema de Federico García Lorca y me dijo que era un gran escritor (no: me dijo que era un amigo de los pobres, un eximio poeta, un sabio: estas fueron las palabras populares de mi padre a principios de la posguerra); me dijo que los pobres de España lo leerían algún día libremente, no clandestinamente, como entonces él lo leía; me dijo que no contase a nadie que ese libro se hallaba en casa. Mi padre -que no me mintió nunca- pudo haber desconfiado de la capacidad de un niño para guardar secretos y mentirme, pero al no conocer esa desconfianza me regaló un recuerdo que ahora, muchos años más tarde, llenaba el ascensor y casi no dejaba lugar a otro recuerdo. Otro recuerdo que está también arropado en la noche. Alguien -creo que un hermano de mi madre- ha traído un desvencijado aparato de radio. Lo enchufan, y cierran bien la puerta, y corren los visillos de la ventana, y manipulan con los mandos en busca de una voz que sólo se oye a ráfagas por entre extraños ruidos, pitidos, rozaduras. Con un dedo sobre los labios y una vaga sonrisa inolvidable mi padre me pide silencio para oír (yo sabía que también me pedía el venerable silencio del secreto) y busca despaciosamente una voz que venía desde algo muy remoto que se llamaba BBC. Toda esa clandestinidad, aquel afán parsimonioso de mi padre con los mandos del aparato, su manera bellísima de aproximar la oreja al trasto aquel que sólo parecía emitir ruidos inconcebibles por entre los que a veces se escuchaban algunas frases racheadas, un guiño que me hizo en un claro momento de esa noche, todo eso me producía un temor excitante, pero también me hacía feliz: mis siete u ocho años de edad eran lo suficientemente inteligentes como para saber que en toda aquella rara escena lo principal es que mi padre me quería y que era bueno. Cuando salí del ascensor estaba emocionado.

Ya sé que este folleto ha sido escrito para que se lo lea y no para mitificarlo. Ya sé que no es más que un librito -ni menos que un librito-, imperfecto como todas las cosas de los hombres. Ya sé que su verdadera función, cuando haya sido sancionado por la gente de esta España tan historiada por las heridas que están clamando por cerrarse, será la de dejar establecido quiénes podrán hablar después en nombre de la democracia (que es sin duda un proyecto, algo que no se construye de uría vez para siempre, pero que desde luego necesita cimientos) y quiénes ya no podrán decir una sola palabra en nombre de las mayorías. Ya sé que esta Constitución quizá no satisface enteramente a nadie, lo cual pudiera ser la garantía de que no enoje enteramente a casi nadie. Ya sé que esta Constitución ha sido decidida apartando la opción republicana (pero creo que no es inconsecuente admitir, señalar, aseverar, que nada tienen en común las monarquías parlamentarias con aquellas aciagas monarquías absolutistas ya arrumbadas en la ceniza de la historia).

Ya sé, repito, todo esto. Pero a la vez no ignoro que esta Constitución es, entre otras muchas cosas, el símbolo de que la inmensa mayoría de nosotros no deseamos volver a escuchar las emisoras extranjeras corriendo los visillos y de noche. Y este símbolo abarca incluso a mucha gente que desde luego no es de izquierda pero que ya ha aprendido que la palabra reconciliación es algo más que un resorte estratégico, que es pura y simplemente la plataforma principal de que hoy dispone nuestra historia para no regresar a las cavernas. Así que ya lo sabes, padre: cómo tú y mis hermanos, y como tus hermanos, y como los amigos de mis hermanos y de tus hermanos, voy a votar que sí. Y después, como siempre y en la medida de mis fuerzas, seguiré haciendo cuanto pueda para contribuir a que ya no regrese el tiempo de cerrar las puertas para escuchar las emisoras o leer a los poetas. Además voy a brindar contigo con un vaso de vino por aquella República que una vez votó al pueblo, pero también y sobre todo por esta democracia que va a votar el pueblo. El pueblo soberano entonces, el pueblo soberano hoy. Así que ya lo sabes, padre.

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