El banco próspero
No se diferencia gran cosa de cualquier otro banco italiano. La decoración es bastante fría y seria y carece de ese aire de drugstore que poseen las oficinas bancarias más modernas de otros países de Europa. Sólo un detalle llama la atención: sobre la pared del fondo, detrás del mostrador, hay un Cristo crucificado de mediano tamaño. Son las oficinas públicas del Instituto per le Opere de Religione (IOR).Creado en junio de 1942 por Pío XII, el llamado Banco Vaticano tiene unas 7.000 cuentas abiertas y unos depósitos que se calcula ascienden a los 2.000 millones de pesetas. El IOR fue creado para canalizar los fondos de la Iglesia católica destinados a obras religiosas en otros lugares del mundo. A través de él se transfieren fondos de las colectas de las iglesias más boyantes a las menos beneficiadas.
Por lo demás, el IOR funciona como un banco comercial cualquiera. Tiene un departamento de cambio de moneda (que cambia a mejor precio que sus vecinos italianos) y una muy selectiva sección de cuentas corrientes. Como es de suponer, al estar instalado en el Vaticano, el IOR no depende de las leyes italianas y puede transferir capitales al extranjero sin ninguna limitación.
Sin embargo, para ser cuentacorrentista del IOR hace falta cumplir ciertas condiciones especiales. Habitualmente sólo pueden depositar su dinero los empleados de la Santa Sede, congregaciones religiosas, órdenes, diócesis, parroquias, diplomáticos acreditados en el Vaticano y laicos que destinan alguna parte de sus ingresos a las necesidades de la Iglesia católica. Esta última condición es la que ha permitido que se den ciertas irregularidades. Aunque es muy difícil dar nombres concretos, es sabido que en el IOR tienen cuentas corrientes importantes hombres de negocios italianos, que han podido transferir fondos al extranjero, temiendo quizá la inestable situación política italiana.
Naturalmente (el Vaticano es, al fin y al cabo, un país de la Europa meridional), los requisitos para ser cuentacorrientista del IOR son interpretados de manera flexible. Entre los corresponsales extranjeros acreditados en Italia, se cuenta el caso de colegas -incluso, agnósticos- que tenían dinero depositado en el IOR.
El presidente del Banco Vaticano es un elegante y deportivo arzobispo de 56 años, nacido en Illinois (EEUU) y llamado Paul C. Parcinkus. Su «padrino» en la curia fue el poderoso y conservador cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York. Marcinkus, que es amigo personal del que fue secretario de Pablo VI, Pasquale Macchi, tiene grandes dotes de organizador. Según parece, colaboró con el antecesor de Juan Pablo I en algunos de sus viajes por el mundo.
Entre los colaboradores de Marcinkus se encuentra Luigi Mennini, quien, ya cercano a la edad de la jubilación, ha estado presente en muchos de los consejos de administración de las empresas en las que el Vaticano tiene intereses. Controlando el IOR, y por encima de Marcinkus, cinco cardenales integran el comité, que viene a ser el consejo de administración del banco. Son el americano John Joseph Wright, el francés Jean Villot, el holandés Maximilien de Furstenber, el brasilleño Agnello Rossi y el italiano Umberto Mozzoni.
En los últimos tiempos, el Vaticano (es decir, tanto la APSA como el IOR) ha procurado desviar sus inversiones hacia el exterior de Italia. Marcinkus ha sido especialmente útil en las inversiones realizadas en Estados Unidos. Precisamente, entre sus amigos de infancia se encuentra Raymond C. Baurnhart, rector de la Loyola, University de Estados Unidos y consejero de administración del Continental Illinois Bank de Chicago, institución financiera que sirve de puente entre el Vaticano y EEUU.
Finalmente, Pablo VI marcó nuevas normas para las inversiones vaticanas. En primer lugar, trató de eliminar las que podían plantear problemas morales (armamentos, anticonceptivos, espectáculos y, en cierto modo, especulación inmobiliaria), favoreciendo otras «más utilitarias» (teléfonos, comunicaciones, energía...). Igualmente, se ha evitado tener participación mayoritaria en ninguna empresa, con el fin de evitarse problemas de conciencia a la hora de decidir medidas impopulares en los consejos de administración (enfrentamientos con los sindicatos, medidas disciplinarias, despidos...) y tener menos margen de riesgo al encontrarse los capitales más repartidos entre mayor número de firmas.
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