Sobre las relaciones económicas Iglesia-Estado
Miembro del comité federal del PSOE
Se está negociando en estos días el acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno español que sustituya las disposiciones del Concordato de 1953 en materia económica. Nadie pone en duda que, tras veinticinco años de vigencia, aquel texto que tuvo pretensiones de «Concordato modelo» ha dejado de responder a la teoría y a la práctica de una Iglesia que ya no es constantiniana y de un Estado que ha dejado de ser confesional. La renovación de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II y el cambio político ocurrido en España tras la muerte del «caudillo de la cruzada», han agudizado la ucronía de aquellos acuerdos, cuya revisión debe obedecer a una realidad y no a una simple apariencia de cambio.
El reconocimiento efectivo del principio de libertad religiosa, los inmediatos pronunciamientos constitucionales y los cambios operados en la sociedad española, obligan a un replanteamiento global de las relaciones entre las Iglesias y el Estado, replanteamiento que aunque no se formule de forma directa y de momento, más que a través de acuerdos formales con la Iglesia católica, ha de repercutir necesariamente sobre la situación de las restantes Iglesias, como corresponde a un Estado laico o, si se prefiere, no confesional, porque como tal Estado ha de ser aséptico ante cualquier opción y debe respetar por igual las opciones personales de los ciudadanos, incluidas las de quienes sean agnósticos o indiferentes en materia que sólo atañe al fuero interno de cada cual.
Es discutible -y se ha discutido- si el nuevo modelo de relaciones Iglesia católica-Estado debe regirse por un nuevo Concordato, por acuerdos bilaterales parciales, o sin recurrir a ningún tipo de convenio o pacto formal, fórmula esta última que parece a todas luces la más idónea para una sociedad civil, pluralista y neutral en cuestiones de conciencia, aunque -de hecho- la vía que se está utilizando, a través de pactos diversificados por materias, pueda ser todavía hoy la más aconsejable por razones prácticas, en un período transitorio hacia la efectiva independencia entre Iglesia católica y el Estado, tras tantos siglos de confusión e interdependencia entre el altar y el trono.
Cuando se proclama que las diversas confesiones religiosas han que gozar de un estatuto jurídico de igualdad y de libertad dentro de la sociedad y de la comunidad política, quieren significarse con ello varias cosas:
a) Que ninguna Iglesia puede tener reconocidos y garantizados más o menos derechos y libertades, que otra confesión religiosa, pero tampoco más o menos derechos y libertades que cualquier otro grupo social.
b) Que, obviamente, cuando se habla de derecho y libertades, se están excluyendo a fortiori, privilegios, inmunidades o monopolios, en materia fiscal, de enseñanza, de asociación, reunión, expresión, etcétera.
Sentado esto, se explica por si sola la tesis de que las relaciones entre las confesiones religiosas (incluida la Iglesia católica) y el Estado, no deben ser objeto de concordatos ni de pactos, que por sí mismos implican un privilegio, evidente en el caso que protagoniza la Santa Sede, por la ficción jurídico-formal que le permite hacer uso del «treaty making power» o facultad de convenir tratados internacionales, reservada a los Estados soberanos. Bastaría a lo sumo con una ley que regulase con carácter general el régimen jurídico y las relaciones entre las Iglesias y los poderes públicos, y, si se me apura, con el simple sometimiento de aquellas a la reglamentación común de asociaciones, una vez renovada ésta con criterios más democráticos que los que inspiraron la ley de 1964. Ambos instrumentos jurídicos serían los únicos auténticamente consecuentes con la sincera puesta en práctica de las conclusiones derivadas del principio de libertad religiosa.
Sería difícil analizar con detalle, en los márgenes de espacio de este artículo, las necesidades de revisión del sistema de relaciones económicas entre la Iglesia y el Estado español. Pero volvamos a hablar de Iglesias, en plural, para ser congruentes con la generalización de los principios que se tratan de apuntar, aunque sin olvidar tampoco que, entre nosotros, éstos afectan principalmente a la necesidad de suprimir unos privilegios, hoy insostenibles, de los que solamente se han beneficiado la Iglesia católica como institución y los católicos como colectividad identificable y diferenciada.
Algunas ideas-clave para una puesta al día en esta materia serían a mi juicio las siguientes:
a) Habría de renunciarse irrevocablemente a todas las propiedades inmuebles suntuarias o improductivas en favor de obras de carácter social que podrían incluso ser organizadas y regidas por la propia Iglesia: explotaciones agrarias en régimen cooperativo, hospitales, escuelas, etcétera, desprovistas de fines lucrativos.
b) También deben ser renunciados o suprimidos todo tipo de privilegios fiscales y de representación, así como la dotación de culto y clero y cualquier otro tipo de tratamiento discriminatorio, que hasta ahora ha perjudicado a las confesiones no católicas.
Inevitablemente, lo anterior suscita una compleja problemática, cual es el mantenimiento de instituciones religiosas en principio no rentables, así como de aquellos hombres y mujeres que las sirven por vocación y afán de servicio.
La solución más lógica sería responsabilizar del problema a los creyentes, que habrían de asumir como obligación moral la de contribuir, a sufragar el costo material de las obras y el mantenimiento de los ministros de su religión. Este último aspecto, el personal, no puede resolverse con el paternalismo, nefasto en sus efectos, de la arcaica dotación de culto y clero, sino buscando fórmulas innovadoras, como sería la generalización en la medida de lo posible del trabajo personal, compatible con la dedicación al ministerio, estableciendo por supuesto un sistema adecuado de seguridad social.
De entre las diversas soluciones contempladas, el sistema alemán parece ser el que se considera más idóneo en las actuales conversaciones entre representantes de la Iglesia católica y el Gobierno: el Estado recauda un impuesto entre todos los ciudadanos, que revierte a las Iglesias en proporción directa a la aportación de sus respectivos fieles. La parte correspondiente a los que alegan ser no creyentes -para evitar una demasiado fácil evasión- se destina a atenciones de carácter benéfico-social no confesionales.
Sin embargo, no puede decirse con fundamento que este sistema sea aceptable sin más para la España de nuestros días, tras tantos años de un nacional-catolicismo que condicionará por fuerza cualquier solución inmediata. Las objeciones serían de muy diversa naturaleza. Así por ejemplo:
¿Puede aumentarse sin limites la presión fiscal sobre los contribuyentes, para hacer frente a cualquier necesidad de tesorería? Aprovechar en esta circunstancia las condiciones psicológicamente favorables de la reforma fiscal, Para resolver mil problemas económicos dispares, cargando nuevamente estos costos sobre las economías más modestas, puede ser un error político difícilmente aceptable por la ciudadanía. La televisión, el turismo, la religión, y quién sabe qué otros variopintos problemas, no pueden solucionarse utilizando el sistema tributario como mera máquina recaudatoria para cubrir necesidades indiscriminadas.
Por otra parte, ¿no es un contrasentido que una vinculación de orden espiritual dé lugar a un impuesto específico, como si se tratase de un servicio público, mientras que quienes se declaren no creyentes producirán un mayor ingreso fiscal, a cambio de nada? ¿Se ha tenido en cuenta el carácter a la vez antitético con el hecho religioso y atentatorio a las libertades consagradas en la Constitución que tal sistema entrañaría?
¿Se ha contado a la fecha de hoy con el parecer de las confesiones no católicas, que se puede prever saldrían notoriamente perjudicadas en su momento a la hora de distribuir lo recaudado, hasta el punto de hacer inoperante la cantidad que reciban por tal concepto, perpetuando así las desigualdades y privilegios del pasado?
¿Se ha pensado en el nuevo privilegio que va a representar la posibilidad de acumulación de capital en cuantía de varios miles de millones de pesetas anuales administrados por las curias, que vendrán a añadirse a los cuantiosos bienes raíces acumulados en el pasado por la Iglesia católica?
La autofinanciación de las Iglesias por sus propios fieles, incluidas las exenciones fiscales a los donativos, establecidas ya con carácter general en beneficio de cualquier tipo de instituciones de objeto no lucrativo, es compatible con subvenciones estatales de carácter global o específico, atendiendo a la naturaleza de la actividad concreta y a su carácter no rentable: docentes, asistenciales (hospitales, asilos, orfanatos), culturales (universidades, edificios de interés histórico-artístico, centros de investigación, bibliotecas, publicaciones de interés científico) y un interminable etcétera de actividades enmarcadas en el ámbito del interés social o cultural de la comunidad, que justifican y legitiman un tratamiento económico preferente pero no privilegiado.
Son éstas algunas sugerencias actualizadas para acercarnos a la autenticidad que lo político y lo religioso exigen en su respectivo ámbito de competencias.
Es evidente que la independencia de las Iglesias no se agota con el aspecto económico, pero también lo es que la dependencia económica condiciona a las Iglesias desde el Estado. Por otra parte, el Estado ha de encontrarse a su vez libre de toda interferencia de las Iglesias para evitar obstáculos institucionalizados a la igualdad, a la justicia y, en definitiva, a la libertad de todos.
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