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Reportaje:

Barajas: el aeropuerto de Babel

Hace quince años el avión era un lujo reservado a ciudadanos de primera clase. Los usuarios de los aeropuertos habrían de tener barra libre en Pertegaz, en Channel y en Montecarlo. Si podían costear uno de aquellos sofisticados billetes, ¿por qué no iban a pagar una cuenta en un restaurante de cinco tenedores, el precio de un regalo high quality? Pero hoy, cuando los billetes de avión en vuelos nacionales pueden ser más baratos que los de tren, siguen en pie algunos de los pueblos que entonces se edificaron bajo el nombre común de aeropuertos. En Barajas, donde Julio-César Iglesias ha recabado los datos que se ofrecen en el siguiente reportaje, la carestía es sólo una pequeña proporción del caos.

El capitán Villarroel, segundo piloto de Iberia, consulta su reloj en la cabina de mando del DC-8, mientras el comandante pide permiso para aterrizar a la torre de control. Al fondo se escuchan vagamente las últimas instrucciones a los pasajeros y, al mismo tiempo, los chasquidos de los cinturones de seguridad, las voces apremiantes de las madres de familia a un niño travieso y las maldiciones de un señor de edad que no consigue encajar su maletín en la cornisa de equipajes. Cuando se recibe la autorización de la torre los tripulantes ajustan los controles para conseguir una maniobra limpia. El viaje llega a uno de sus momentos de máxima intensidad; ha sido agradable y tranquilo, pero Valentín Villarroel, que vuela desde hace dieciocho años, se niega a ad mitir que su trabajo sea rutinario. Está convencido de que ni una máquina podrá hacerse nunca responsable de la breve historia de un vuelo, ni el piloto ideal será nunca absolutamente automático.Ahora un viento helado parece recorrer el compartimiento de viajeros. La actividad se congela durante el descenso del avión: todos miran a un lugar indefinido. Contraen los músculos más próximos a la pista, como si sus cuerpos fueran a participar directamente en el aterrizaje, y algunos creen descubrir de pronto que el piso del avión es un falso suelo, y que, por tanto, no se puede confiar en él. Aprietan las mandíbulas y se concentran en una palabra: suave, suave...

Para entonces, el capitán Villarroel está sonriendo porque ha recordado uno de sus planes de mañana: mañana irá a llevar a sus dos hijos al liceo de la calle de Serrano, luego telefoneará a un amigo, y a última hora de la tarde su mujer, Ana María, y él elegirán una buena película y... El avión ha tocado tierra. La verdad es que Valentín Villarroel no tiene ningún miedo a volar. Como suele decir a veces, «nosotros, los pilotos, somos gente vocacional, descartamos la hipótesis del accidente e, incluso, hemos eliminado esa palabra de nuestro léxico cotidiano. Sí, un día puede reventar algún neumático en un aterrizaje, pero ese sería un incidente muy improbable, como todos los incidentes posibles en el avión». No tiene miedo, pero comprende el de los viajeros. «Hay que comprenderlo, porque, al fin y al cabo, no saben qué está pasando en nuestra cabina.»

Casi todos los viajeros resoplan. Hay dos, los soldados José Acevedo Díaz y José Guillén Gómez, ambos canarios, ambos con destino en Zaragoza, que están especialmente preocupados: el avión ha llegado con un cierto retraso. Si el vuelo a Tenerife con el que pensaban enlazar en Madrid no se ha retrasado también, tendrán que hacer noche en el aeropuerto. O, mejor dicho, en el caos.

En las interioridades de Barajas-aeropuerto, la vista alcanza distinguir un sinfín de carteles en los que se anuncian artículos de lujo. José Acevedo y José Guillén repasan maquinalmente las oferta de alta peletería, tabaco inglés, perfumes para grandes ocasiones y calculadoras de bolsillo. Pero no les prestan atención: ellos aspiran simplemente a un bocadillo de chorizo y a una cerveza, a menos que en el restaurante del aeropuerto sea posible cenar a cambio de una cantidad de dinero razonable. Diez minutos después saben que, en el servicio a la mesa, un menú a base de gazpacho, dos huevos fritos, vino y café es un asunto de más de seiscientas pesetas por persona, pero, eso sí, pueden elegir una segunda opción: en el autoservicio, una hamburguesa cuesta algo menos de cuatrocientas pesetas. Saben que no van a cenar en el aeropuerto, y que es demasiado tarde para aventurarse en un viaje hasta Madrid, así que deciden buscar un par de butacas en el lugar más alejado del vestíbulo y se echan a dormir.

Taxista-pirata

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Duermen los dos soldados, y se impacientan los restantes viajeros ante la compuerta de llegada de equipajes. De la larga batería de cintas transportadoras, sólo dos parecen en servicio. Jesús Ortega, que regresa hoy de sus vacaciones, recuerda que «han despedido a los descargadores contratados, aunque la plantilla de fijos es insuficiente». Propone que sus compañeros de viaje y él se dirijan a las pistas, y un turista italiano les convence de que no deben hacerlo per ragioni di sicurezza. Irrumpe en el salón un taxista-pirata, perseguido por dos componentes de la PatrullaEspecial. Por un momento consigue ocultarse detrás de una oferta del jabón que utilizan las estrellas, pero es inmediatamente descubierto. Uno de los patrulleros se limpia el sudor y comenta luego la persecución con Francisco Rojo Muñoz, un honrado taxista que aguarda su turno en silencio. «El otro día cosos a otro que se había llevado a casa el maletín de una turista venezolana con un cuarto de millón en joyas. Como tú dices, a vosotros, los taxistas, os interesa, más que a nadie la desaparición de la pandilla de piratas: con ellos la única medida eficaz es la retirada de licencias.» Una cinta se pone en marcha y trae una exigua maleta y dos bolsas; alguien se contradice continuamente desde los amplificadores, cuyas viseras hacen pensar en un extravagante sombrero de vampiresa y cuya voz barbitúrica parece venir no de un locutorio, sino de una resaca de champán. Se queja al fondo una señora de la hostilidad de los lavabos, en los que el resfriado es una última necesidad, dice un marino mercante llamado Joaquín Quílez, y Laureano Santis, un viajero murciano, hace un chiste irrepetible sobre la princesa Elizabeth Bagaya, ex ministro de Asuntos Exteriores de Uganda. Y hace cuentas un maestro nacional trasladado: «Fíjense: un billete de tren a Barcelona en primera sale por 3.425 pesetas, y el de avión, por 2.195 después de las once de la noche; si extendemos las compraciones a otras provincias manteniendo fija la clase de billete de tren, cuesta trescientas pesetas menos ir a Málaga en avión; 96 pesetas menos, a Bilbao, y 854 menos, a Sevilla. Sólo el viaje a Valencia es más caro que en un tren rápido y en primera. ¿Cómo puede explicarse, entonces, que las instalaciones del aeropuerto estén concebidas para un consumidor millonario?» Llegan otros dos paquetes en la única cinta hábil. Asegura Jesús Ortega que el avión es el único artículo asequible de los aeropuertos, y responde el maestro que alguien cree que la renta per cápita de los españoles aumenta si en vez de subir a un convoy suben a un aeroplano.

En las pistas, el DC-8 se repone de la fatiga de sus toberas. Un equipo de expertos lo revisa y atiende escrupulosamente todas las prescripciones de seguridad. Los pasajeros que ahora guardan cola ante el único despacho de billetes en servicio no lo saben, pero van a viajar en él dentro de muy pocos minutos: ello implica que su vuelo está condenado al retraso que el dócil DC-8, un avión pluriempleado, arrastra desde viajes anteriores y llevará hasta el final de su serie.

La cola se mueve lentamente, lloran los niños más allá. Junto a la compuerta de equipajes, un pirata que ha conseguido escapar a la vigilancia cierra a hurtadillas las válvulas de sus bombonas de butano para simular una avería y abandonar a su viajero en la autopista. La cola se detiene: «Vuelo cerrado », dice el abrumado funcionario. Según el reglamento, cada pasajero de vuelos nacionales debe estar en el aeropuerto, como mínimo, media hora antes de la salida del avión, y los que siguen en cola han perdido el derecho esperando ante la taquilla. Si no deciden renunciar, habrán de ponerse en lista de espera, a ver si hay suerte.

Con destino Palma

Hay en el aeropuerto, lejos de los irritados viajeros, largas salas llenas de gentes silenciosas, marchitos anuncios de material fotográfico y paneles soñolientos y equívocos. Todos los hoteles próximos al aeropuerto son caros, ¿Dónde dormir, sino en las butacas? Un viajero indefinido pretende combatir el insomnio leyendo un libro de Vizcaíno Casas que acaba de adquirir en el quiosco de Miguel Almenara, cerca del puente aéreo. Un ama de casa pide tres yogures, los paga al precio de 53 pesetas-unidad, y sugiere alarmada que los yogures de sus hijos procedan de una vaca de la clase turista, porque ellos no viajan en primera.Al fin, el locutor consigue acertar con la hora. Los viajeros supervivientes de la cola que se de tuvo buscan una puerta bajo la mirada de Antonio, el peluquero del aeropuerto. Ya están silbando los motores del repuesto avión, despierta uno de los dos soldados, varios patrulleros inician otra persecución, un comensal pide sucesivamente la cuenta y el libro de reclamaciones.

Y un viajero frustrado se acerca a los ascensores y pide «tercera planta». Va hacia la oficina de objetos perdidos.

Y se ha formulado un propósito: el de atreverse a dar una respuesta. Cuando le pregunten ¿que ha perdido usted?, dirá lo que él considera, las cuatro palabras justas:

«He perdido el tiempo.»

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