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Reivindicaciones

Cuando en los baratillos de libros viejos había aún cosas del siglo XIX, no era difícil topar con algún folleto que se titulara «Reivindicación de ... » o «del»: un general, un político. A veces, también, de un señor completamente desconocido que se permitía el lujo de publicar a sus expensas el escrito en que defendía su reputación frente a unos «calumniosos cargos», perfidias e insidias que el lector al fin no sabía bien en qué consistían. El reivindicador terminaba, como es natural, triunfante: tanto más cuanto menos conocido era. Han pasado las épocas doradas del buscador de libros y folletos: pero el espíritu de reivindicación se encuentra en todas partes y personas. El propósito de presentar un tema en sus líneas verdaderas frente a los que los presentaron con falsedad, domina a historiadores, economistas, sociólogos, antropólogos, etcétera, dominados por ideales de pureza y de santidad científica. También domina la pasión reivindicatoria a personas menos técnicamente preparadas. Tanto que a veces, los sabios y los no sabios se hacen algo «fuera del tiesto», como vulgarmente se dice. El 6 de junio estaba en París. Tenía que intervenir en un coloquio a propósito de cierta película alemana sobre Lope de Aguirre y la expedición de los marañones. Participaban, además, cuatro americanistas distinguidos y yo estaba de abogado del diablo, es decir de Lope. La película es una acción melodramática muy germanizante, casi wagnerizada (no en el sentido mejor en que se puede wagnerizar) y a mí banalizada, con respecto a la acción real. No reconocí a mis paisanos Lope de Aguirre y Pedro de Ursúa en lo que tengo de sevillano. Del pollo sabio, atildado e insinuante que fue Ursúa, se hacía un melenudo a modo de faquir moderno; Guzmán era un buen cliente de cervecería muniquesa y Lope un Sigfrido entrado en años, absorto, hierático, casi mudo. ¿Dónde las explosiones de humor, los comentarios sardónicos y grotescos, las vociferaciones tremebundas, la cojera, las barbas grisáceas de protagonista? En ningún lado. Los marañones bajaban en almodias elementales, por cauces procelosos. Eso sí; con dos jovencitas muy monas vestidas impecablemente y con sus encajes recién planchados. Lope de Aguirre no tiene suerte. Siempre se le pinta como si se tratara de un personaje de cuadro de Historia de 1880 al que hay que ponerle el correspondiente letrero debajo, como el gallo de Obaneja: «Esta figura de cartón-piedra que veis aquí, con casco y armadura de hojalata, es Lope de Aguirre, símbolo de la traición a España. »

Pero vamos al grano. Yo no pude hablar en mi propósito de ajuste, en el sentido de cualquier decimonónico de los aludidos, ni hacer un proyecto de «reivindicación de los calumniosos cargos y tendenciosas noticias dadas en el film X acerca de don Lope de Aguirre, natural de Araoz, en el condado de Oñate ». No. No hubo lugar a ello. Los participantes en el coloquio estábamos a la merced de lo que preguntaban por teléfono los que veían la película en la otra sala. Y lo que se les ocurría no era saber si Lope se pareció de verdad a Sigfrido o Lohengrin en su jubilación, o si Ursúa podía asemejarse a un discípulo de Krispamurti, no si la rata de los marañones fue esta o aquella, o si en 1561 se planchaban encajes de señora Amazonas abajo. La película era lo de menos, lo importante eran las preguntas, todas de espíritu reivindicatorio a las que los americanistas podían responder algo. Yo poco, o nada.

¿Como explotan los españoles a los indios? ¿Es verdad que muchos de éstos fueron exterminados en masa? ¿Qué riquezas se trajeron de América? ¿Cómo se portó la Iglesia? Cómo ven ustedes las preguntas llevaban ya, en sí, un programa de respuesta, capaz de desesperar a un miembro del Instituto de Cultura Hispánica en sus buenos tiempos. Todas giraban en torno a reivindicaciones históricas, a la obligación de tomar posiciones absolutas ante una serie de desmanes y tiranías, pero que no eran justamente, los desmanes y tiranías de Lope de Aguirre. Este fue pretexto para hablar de Pizarro, Cortés, los grandes imperios destruidos por unos aventureros hambrientos, etcétera. De todo, menos de saber si lo que se estaba viendo se ajustaba o no a la verdad. El moralismo, el espíritu de generalización, la falta de interés por los rasgos psicológicos particulares dominaban a los espectadores.

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¿Qué importaba que Aguirre tuviera ideas del siglo XV, que llegaron a la negación de la inmortalidad del alma, que fuera capaz de hacer referencias a la Historia antigua, frente a la majestad de los hechos generales o del lugar común? Nada, sin duda. ¿Para qué escogen, entonces, un tema como éste? Para que de una forma u otra lo adobemos con ideas generales, «socioeconómicas» y políticas. Hay que abominar de ciertas actuaciones, hay que condenarlas en general. Reivindiquemos. Nada de detalles, de matices, de particularismos. Basta con una vieja y elemental retórica de sacristía: «Si sois buenos iréis al cielo, si sois malos al infierno.» Esto, adaptado a nuestros tiempos, vale tanto como decir: «Si sois buenos pensaréis así, argumentaréis así, publicaréis así, reivindicaréis así: Todo lo demás es abominación y falsedad. Nada de exámenes casuísticos.» A mí me gustaría -por ejemplo- saber por qué Lope de Aguirre no quería dar ni admitir ascensos hasta no haber matado a trece frailes y sacerdotes de misa. Pero eso es anecdótico. Anecdótico, advertiré, si no se estaba en el pellejo de un fraile cercano a la persona del «Príncipe de la Libertad». La moral ante todo. Sea cristiana y más o menos hispanizante, o sea laica, materialista y más o menos adversa a todo lo que huela a Hispanidad, o cosa parecida. Los que no somos moralistas la hemos hechos buena en una época como ésta de gente reivindicatoria, intentando escribir Historia. Porque ahora toda Historia está impregnada, de moralina. Por muchas leyendas negras y muchas leyendas aúreas que nos sirvan, por muchos escritos académicos «al servicio de» que se sigan publicando, algunos no entramos en el juego. Y al no entrar hemos de sentirnos derrotados y fracasados. En suma, los que no creemos en la moral de la Historia, ni en la justicia final de ella, no nos debíamos dedicar a escribirla. Estaríamos mejor examinando las patas de un grillo o diagnosticando una trombosis. Porque haciendo estas cosas no se le ocurre a nadie reivindicar al grillo porque tiene las patas que tiene, ni atacar a quien ha producido el mal fuerte como a un causante de injusticia y opresión.

Claro es que ni Lope de Aguirre, ni Ursúa, eran como grillos o como enfermos, y que tenían una moral poco aceptable en una sociedad moral (que yo no sé cuál es, ni donde existe). Pero si se en cara uno con ellos, como si se en cara con César Borgia, o con el emperador Vitelio o con cualquier otro personaje mal famado, lo que hay que hacer es catalogarlo con su inmoralidad específica, o no meterlo en un saco en que caben todos y todo, bajo una etiqueta «condenatoria y vindicativa: «explotadores», «enemigos del pueblo», u otra cosa por el estilo. Seguir -en fin- a los viejos casuítas que determinaban en cuántas formas y cantidades podemos pecar los hombres, y que no se contentaban con apreciaciones globales, atribuyendo a unos los pecados de los otros.

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